PAR LE COMTE DE LAUTRÉAMONT
(CHANTS 1, II III, IV, V, VI)
PARIS ET BRUXELLES
EN \TENTE CHEZ TOUS LES LIBRAIRES

1874
CANTO PRIMERO
RUEGO al cielo que el lector, animado y momentáneamente tan feroz como lo que lee, encuentre, sin desorientarse, su camino abrupto y salvaje, a través de las desoladas ciénagas de estas páginas sombrías y llenas de veneno, pues, a no ser que aporte a su lectura una lógica rigurosa y una tensión espiritual semejante al menos a su desconfianza, las emanaciones mortales de este libro impregnarán su alma lo mismo que hace el agua con el azúcar. No es bueno que todo el mundo lea las páginas que van a seguir; sólo algunos podrán saborear este fruto amargo sin peligro. En consecuencia, alma tímida, antes de que penetres más en semejantes landas inexploradas, dirige tus pasos hacia atrás y no hacia adelante, de igual manera que los ojos de un hijo se apartan respetuosamente de la augusta contemplación del rostro materno; o, mejor, como durante el invierno, en la lejanía, un ángulo de grullas friolentas y meditabundas vuela velozmente a través del silencio, con todas las velas desplegadas, hacia un punto determinado del horizonte, de donde, súbitamente, parte un viento extraño y poderoso, precursor de la tempestad. La grulla más vieja, formando ella sola la vanguardia, al ver esto mueve la cabeza, y, consecuentemente, hace restallar también el pico, como una persona razonable, que no está contenta (yo tampoco lo estaría en su lugar), mientras su viejo cuello desprovisto de plumas, contemporáneo de tres generaciones de grullas, se agita en ondulaciones coléricas que presagian la tormenta, cada vez más próxima. Después de haber mirado numerosas veces, con sangre fría, a todos los lados, con ojos que encierran la experiencia, prudentemente, la primera (pues ella tiene el privilegio de mostrar las plumas de su cola a las otras grullas, inferiores en inteligencia), con su grito vigilante de melancólico centinela que hace retroceder al enemigo común, gira con flexibilidad la punta de la figura geométrica (es tal vez un triángulo, aunque no se vea el tercer lado, lo que forman en el espacio esas curiosas aves de paso), sea a babor, sea a estribor, como un hábil capitán, y, maniobrando con alas que no parecen mayores que las de un gorrión, porque no es necia, emprende así otro camino más seguro y filosófico.
Lector, quizás desees que invoque al odio en el comienzo de esta obra. ¿Quién te dice que no has de olfatear, sumergido en innumerables voluptuosidades, tanto como quieras, con tus orgullosas narices, anchas y afiladas, volviéndote de vientre, semejante a un tiburón, en el aire hermoso y negro, como si comprendieras la importancia de ese acto y la importancia no menos de tu legitimo apetito, lenta y majestuosamente, las rojas emanaciones? Te aseguro que los dos deformes agujeros de tu horroroso hocico, oh monstruo, se regocijarán, si te dispones de antemano a respirar tres mil veces seguidas la conciencia maldita de lo Eterno. Tus narices, desmesuradamente dilatadas por la inefable satisfacción, por el éxtasis inmóvil, no pedirán otra cosa al espacio, embalsamado de perfumes e incienso, pues se colmarán de una dicha completa, como los ángeles que habitan en la magnificencia y la paz de los gratos cielos.
En sólo unas líneas estableceré que Maldoror fue bueno durante los primeros años de su vida y vivió dichoso; dicho está Luego se apercibió de que hábia nacido perverso: ¡ fatalidad extraordinaria! Ocultó su carácter como pudo, durante un gran número de años, pero al final, a causa de esa reconcentración que no le era natural, cada día la sangre le subía a la cabeza, hasta que no pudiendo soportar más semejante vida, se arrojó resueltamente por la senda del mal... ¡atmósfera dulce! ¿Quién lo hubiera dicho? Cuando besaba a un niño de rostro rosado hubiera querido rebañarle las mejillas como con una navaja, y muy a menudo lo hubiera hecho, si la Justicia, con su largo cortejo de castigos, no lo hubiera impedido cada vez. No era mentiroso, confesaba la verdad, y se decía cruel. Humanos, ¿habéis oído? ¡ Se atreve a repetirlo con esta pluma que tiembla! Asi, pues, existe un poder más fuerte que la voluntad... ¡Maldición! ¿Querría la piedra sustraerse a las leyes dela gravedad? Imposible. Imposible, si el mal quisiera conjugarse con el bien. Es lo que yo decía más arriba.
Aquí hay quienes escriben para conseguir los aplausos de los hombres, por medio de nobles cualidades del corazón que la imaginación inventa o que ellos puedan tener. ¡ Yo hago servir mi genio para pintar las delicias de la crueldad! Delicias no pasajeras ni artificiales, sino que, al comenzar con el hombre, terminarán con él. ¿No puede el genio aliarse con la crueldad en las resoluciones secretas de la Providencia? ¿O porque se sea cruel se tiene que carecer de genio? La prueba se verá en mis palabras; vosotros sólo tenéis que escucharme, si queréis... Perdón, me pareció que los cabellos se me habían erizado, pero no es nada, pues con mi mano he conseguido colocarlos fácilmente en su primera posición. El que canta no pretende que sus cavatinas sean algo desconocido, al contrario, se satisface de que los pensamientos altivos y perversos de su héroe estén en todos los hombres'.
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He visto, durante toda mi vida, sin una sola excepción, a los hombres de hombros estrechos realizar numerosos actos estúpidos, embrutecer a sus semejantes, y pervertir a las almas por todos los medios. A los motivos de su acción le llaman: la gloria. Viendo esos espectáculos, he querido reír como los demás; pero eso, extraña imitación, era imposible. Tomé un cuchillo cuya hoja tenía un filo acerado y me sajé la carne en los sitios donde se unen los labios. Por un instante creí haber conseguido mi objeto. Contemplé en un espejo la boca maltratada por mi propia voluntad. ¡Fue un error! La sangre que brotaba abundante de las dos heridas pedía, por otra parte, distinguir si en verdad era la a de los otros. Pero después de unos instantes de comparación, vi bien que mi risa no se parecía a la de los humanos, es decir, que yo no reía. He visto a los hombres de cabeza fea y ojos terribles hundidos en las oscuras órbitas, superar la dureza de la roca, la rigidez del acero fundido, la crueldad del tiburón, la insolencia de la juventud, el furor insensato de los criminales, las traiciones del hipócrita, a los comediantes más extraordinarios, la fuerza de carácter de los sacerdotes, y a los seres más ocultos al exterior, los más fríos del mundo y del cielo, dejar a los moralistas que descubran su corazón, y hacer recaer sobre ellos la cólera implacable de las alturas. Los he visto a todos a la vez, con el puño más robusto dirigido hacia el cielo, como el de un niño ya perverso contra su madre, probablemente excitados por algún espíritu infernal, con los ojos recargados de un remordimiento punzante y al mismo tiempo vengativo, en un silencio glacial, sin atreverse a manifestar las vastas e ingratas meditaciones que encubría su seno -tan llenas estaban de injusticia ~y horror-, y entristecer así de compasión al Dios misericordioso; otras veces, a cada momento del día, desde el comienzo de la infancia hasta el fin de la vejez, diseminando increibles anatemas, que no tenían el sentido común, contra todo lo que respira, contra ellos mismos y contra la Providencia, prostituir a las mujeres y a los niños, y deshonrar así las partes del cuerpo consagradas al pudor. Entonces las madres levantan sus aguas, sumergen en sus abismos los maderos; los huracanes y los temblores de tierra derriban las casas; la peste y la diversas enfermedades diezman a las familias suplicantes. Pero los hombres no lo perciben. También los he visto enrojecer o palidecer de vergúen¬za por su conducta en esta tierra; aunque raramente. Tempestades hermanas de los huracanes, firmamento azulado cuya belleza no admito, mar hipócrita, imagen de mi corazón, tierra de seno misterioso, habitantes de las esferas, universo entero, Dios que los has creado con magnificencia, a ti te invoco: ¡muéstrame a un hombre bueno! Y entonces, que tu gracia decuplique mis fuerzas naturales, pues ante el espectáculo de ese monstruo, yo puedo morir de asombro: se muere por mucho menos.
Hay que dejarse crecer las uñas durante quince días. ¡ Oh, qué dulzura entonces arrancar brutalmente de su lecho a un niño que aún no tiene nada sobre su labio superior, y, con los ojos muy abiertos, hacer el simulacro de pasar suavemente la mano por la frente, inclinando hacia atrás sus hermosos cabellos! Después, súbitamente, en el momento en que menos lo esperá, hundir las largas uñas en su tierno pecho, de manera que no muera, pues si muriera no podríamos contar más tarde con el aspecto de sus miserias. A continuación se le bebe la sangre lamiendo las heridas, y durante ese tiempo, que debería durar tanto como la eternidad, el niño llora. Nada hay tan bueno como su sangre, extraída como acabo de decir, y aún muy caliente, a no ser sus lágrimas, amargas como la sal. Hombre, ¿nunca has probado tu sangre cuando al azar te has cortado un dedo? Está muy buena, ¿no es cierto?, pues no tiene ningún sabor. Además, ¿no recuerdas el día en que, en medio de tus lúbricas reflexiones, llevaste la mano en forma de hueco sobre tu rostro enfermizo humedecido por lo que resbalaba de tus ojos, mano que se dirigía luego fatalmente hacia la boca que bebía a largos tragos en esa copa, trémula como los dientes del alumno que mira de reojo a aquel que nació para oprimirlo, las lágrimas? Las lágrimas están buenas, ¿no es cierto?, pues tienen el sabor del vinagre. Se diría las lágrimas de aquella que ama mucho; pero las lágrimas del niño son mejores para el paladar. El niño no traiciona nunca, no conoce todavía el mal: aquella que ama mucho traiciona antes o después... lo adivino por analogía, aunque ignoro qué es la amistad o qué es el amor (y es probable que nunca lo acepte, al menos de parte de la raza humana). Por lo tanto, y puesto que tu sangre y tus lágrimas no te disgustan, aliméntate, aliméntate con confianza de las lágrimas y de la sangre del adolescente. Véndale los ojos mientras desgarras su carne palpitante, y, después de haber oído durante largas horas sus gritos sublimes, semejantes a los profundos estertores que en una batalla lanzan las gargantas de los heridos agonizantes, habiéndote apartado como una avalancha, te precipitarás desde la habitación vecina y harás el simulacro de ir en su ayuda. Le desatarás las manos de nervios y venas hinchadas, devolverás la vista a sus ojos extraviados, y te pondras a lamer sus lágrimas y su sangre. ¡ Qué verdadero es entonces el arrepentimiento! La chispa divina que existe entre nosotros, y que tan raramente se manifiesta, aparece entonces, aunque ¡ demasiado tarde! Cómo se derrama el corazón cuando puede consolar al inocente a quien se le ha causado daño: «Adolescente que acabas de sufrir crueles dolores, ¿quién ha podido cometer contigo un crimen que no sé cómo calificar? ¡Desgraciado de ti! ¡Cómo debes sufrir! Si tu madre lo supiera, ella no estaría más cerca de la muerte, tan aborrecida por los culpables, de lo que yo estoy ahora. ¡Ay! ¿Qué es entonces el bien y el mal? ¿Es la misma cosa, por medio de la cual testimoniamos con rabia nuestra impotencia y la pasión de alcanzar el infinito, incluso por los medios más insensatos? ¿O bien son dos cosas diferentes? Sí... es mejor que sean una misma cosa... pues, sino, ¿en qué me convertiría el día del Juicio Final? Adolescente, perdóname: el que se halla ante tu rostro noble y sagrado es el que ha roto tus huesos y desgarrado tu carne, que cuelga de diferentes lugares de tu cuerpo. ¿Es un delirio de mi razón enferma, un instinto secreto que no depende de mis razonamientos, semejante al del águila que desgarra a su presa, lo que me ha empujado a cometer este crimen, y que, sin embargo, me hace sufrir tanto como a mi víctima? Adolescente, perdóname. Cuando hayamos abandonado esta vida pasajera, quiero que estemos abrazados por toda la eternidad, que formemos un solo ser, mi boca unida a tu boca. Incluso de este modo mi castigo no será completo. Entonces tú me desgarrarás, sin detenerte nunca, con tus dientes y tus uñas a la vez. Adornaré mi cuerpo con guirnaldas perfumadas para este holocausto expiatorio y los dos sufriremos , yo por ser desgarrado, tú por desgarrarme... con mi boca unida a tu boca. ¡Oh adolescente de cabellos rubios y ojos tan dulces!, ¿harás ahora lo que te aconseje? Aunque te pese, quiero que lo hagas, y mi conciencia volverá a ser feliz.» Después de haber hablado así, habrás hecho daño a un ser humano, pero habrás sido amado por el mismo ser: es la mayor felicidad que pueda concebirse. Más tarde podrás internarlo en un hospital, pues el tullido no podrá ganarse la vida. Te llamarán bueno, y las coronas de laurel y las medallas de oro esparcidas sobre la gran tumba ocultarán tus pies desnudos al rostro anciano. ¡Oh tú, cuyo nombre no quiero escribir en esta página que consagra la santidad del crimen, se que tu perdón fue inmenso cómo el universo! ¡Pero yo existo todavía!
Yo hice un pacto con la prostitución a fin de sembrar el desorden de las familias. Me acuerdo de la noche que precedió a esta peligrosa relación. Vi ante mí una tumba. Oí a una luciérnaga, grande como una casa, que me dijo: «Voy a iluminarte. Lee la inscripción. Esta orden suprema no procede de mí. » Una vasta luz de color sangre, ante la cual mis mandíbulas crujieron y mis brazos cayeron inertes, se esparció por el aire hasta el horizonte. Me apoyé contra un muro en ruinas, pues iba a caerme, y leí: «Aquí yace un adolescente que murió tuberculoso: ya sabéis por qué. No recéis por él.» Muchos hombres no hubieran tenido el valor que tuve yo. Mientras tanto, a mis pies vino a tenderse una hermosa mujer desnuda. Con triste gesto le dije: «Puedes levantarte.» Le tendí la mano con la que el fratricida degüella a su hermana. La luciérnaga, a mí: «Cuídate tú, el más débil, porque yo soy la más fuerte. Esta se llama Prostitución». Con lágrimas en los ojos y rabia en el corazón, sentí nacer en mí una fuerza desconocida. Tomé una piedra grande, tras un gran esfuerzo logré levantarla hasta la altura de mi pecho, y la sostuve en el hombro con mis brazos. Escalé una montaña hasta la cima y desde allí aplasté a la luciérnaga. Su cabeza se hundió en el suelo hasta una profundidad de la talla de un hombre; la piedra rebotó hasta alcanzar la altura de seis iglesias. Fue a caer en un lago, cuyas aguas descendieron en un instante, formando su remolino un inmenso cono invertido. La calma se restableció en la superficie, pero la luz de color sangre no brillo más. «Ay, ay», gritó la hermosa mujer desnuda, «¿qué has hecho?» Yo, a ella: «Te prefiero a ti, pues tengo piedad de los desgraciados. No tienes la culpa de que la justicia eterna te haya creado.» Ella, a mi: «Un día, no te digo más, los hombres me harán justicia. Déjame ir a esconder en el fondo del mar mi infinita tristeza. Sólo tú y los monstruos horribles de estos negros abismos no me despreciáis. Eres bueno. Adiós, a ti que me has amado.» Yo, a ella: «¡Adiós! ¡Adiós! ¡Te amaré siempre! Desde ahora, abandono la virtud.» Por eso, oh pueblos, cuando oís el viento de invierno gemir en el mar y sus orillas, o por encima de las grandes ciudades que desde hace mucho tiempo llevan luto por mi, o a través de las frías regiones polares, decís: «No es el espíritu de Dios el que pasa: es sólo el suspiro agudo de la prostitución, junto con los gemidos graves del montevideano.» Niños, soy yo quien os lo dice. Entonces, llenos de misericordia, arrodillaos, y que los hombres, más numerosos que los piojos, digan sus largas plegarias.


Viejo océano de olas de cristal, te pareces, en las proporciones, a esas marcas azuladas que se ven sobre el dorso magullado de los grumetes, eres un inmenso azul aplicado en el cuerpo de la tierra: me gusta esta comparación. Así, a primera impresión, un soplo prolongado de tristeza, que se creería el murmullo de tu brisa suave, pasa, dejando inefables huellas, sobre el alma profundamente conmovida, y, sin que siempre se advierta, evocas el recuerdo de tus amantes, los duros comienzos del hombre en los cuales tiene conocimiento del dolor, que no le abandona jamás. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, tu forma armoniosamente esférica, que alegra la cara grave de la geometría, me recuerda demasiado los ojos pequeños del hombre, similares por su pequeñez a los del jabalí, y a los de las aves nocturnas por la perfección circular de su contorno. Sin embargo, el hombre se ha creído hermoso en todos los siglos. Pero yo creo que el hombre sólo cree en su belleza por amor propio, pues en realidad no es bello y él lo sospecha; si no, ¿por qué mira el rostro de su semejante con tanto desprecio? ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, eres el símbolo de la identidad: siempre igual a ti mismo. Nunca cambias de una manera esencial, y, si tus olas están en alguna parte furiosas, más lejos, en alguna otra zona, se hallan en la más completa calma. No eres como el hombre, que se detiene en la calle para ver cómo se atenazan por el cuello dos dogos y no se detiene cuando pasa un entierro, que por la mañana es asequible y por la tarde está de mal humor, que ríe hoy y mañana llora. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, no sería nada imposible que escondieras en tu seno futuros de utilidad para el hombre. Ya le has dado la ballena. No dejas adivinar fácilmente a los ojos ávidos de las ciencias naturales los mil secretos de tu íntima organización: eres modesto. El hombre se vanagloria de continuo, y por minucias. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, las diversas especies de peces que alimentas no se han jurado fraternidad entre sí. Cada especie vive por su lado. Los temperamentos y las conformaciones que varían en cada una de ella, explican, de una manera satisfactoria, lo que al principio sólo parece una anomalía. Igual sucede con el hombre, que no tiene los mismos motivos de excusa. Un trozo de tierra está ocupado por treinta millones de seres humanos, pero ellos se creen obligados a no mezclarse en la existencia de sus vecinos, fijos como raíces sobre el pedazo de tierra contiguo. Descendiendo del grande al pequeño, cada hombre vive como un salvaje en su gurida, y raramente sale de ella para visitar a su semejante, acurrucado igualmente en otra guarida. La gran familia universal de los hombres es una utopía digna de la lógica más mediocre. Por otra parte, del espectáculo de tus mamas fecundas se desprende la noción de ingratitud, pues se piensa en seguida en los numerosos padres, tan ingratos hacia el Creador, para abandonar el fruto de su miserable unión. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, tu grandeza material sólo es comparable a la medida que uno se hace de la potencia activa que ha sido necesaria para engendrar la totalidad de tu masa. No se te puede abarcar de una ojeada. Para contemplarte es preciso que la vista haga girar su telescopio con movimientos continuos hacia los cuatro puntos del horizonte, de igual modo que un matemático, a fin de resolver una ecuación algebraica, está obligado a examinar separadamente los diversos casos posibles, antes de resolver la dificultad. El hombre come sustancias nutritivas, y hace otros esfuerzos dignos de mejor suerte para dar impresión de grueso. Que se hinche cuanto quiera esa adorable rana. Quédate tranquilo, nunca igualará tu corpulencia; al menos eso supongo. ¡Te saludo viejo océano!
Viejo océano, tus aguas son amargas. Tienen exactamente el mismo sabor que la hiel que destila la crítica sobre las bellas artes, sobre las ciencias, sobre todo. Si alguien tiene genio, se le hace pasar por un idiota; si algún otro es bello de cuerpo, se le hace un horrible contrahecho. En verdad, es preciso que el hombre sienta con fuerza su imperfección, cuyas tres cuartas partes son debidas a sí mismo, para que lo critique de ese modo. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, los hombres, a pesar de la excelencia de sus métodos, todavía no han conseguido, ayudados de los procedimientos de investigación de la ciencia, medir la profundidad vertiginosa de tus abismos, los cuales han reconocido inaccesiblemente las sondas más largas y pesadas. A los peces... les está permitido: no a los hombres. A menudo me he preguntado qué será más fácil de reconocer: la profundidad del océano o la profundidad del corazón humano. Con frecuencia, con la mano, de pie sobre los barcos, mientras la luna se balanceaba entre los mástiles de forma irregular, me he sorprendido, haciendo abstracción de todo lo que no fuera el objeto que perseguía, esforzándome por resolver ese difícil problema. Si, ¿cuál es más profundo, más impenetrable de los dos; el océano o el corazón humano? Si treinta años de experiencia de la vida pueden, hasta cierto punto, inclinar la balanza hacia una u otra de esas soluciones, me estará permitido decir que, pese a la profundidad del océano, no podrá colocarse al ras, en cuanto a la comparación sobre dicha propiedad, con la profundidad del corazón humano. He estado en relación con hombres que han sido virtuosos. Morían a los sesenta años y nadie dejaba de exclamar: «Han hecho el bien en este mundo, es decir, han practicado la caridad: eso es todo, no es nada malo, y cualquiera puede hacer otro tanto». ¿Quién comprenderá por qué dos amantes que se idolatraban la víspera, por una palabra mal interpretada, se separan, uno hacia oriente, otro hacia occidente, con los aguijones del odio, de la venganza, del amor y de los remordimientos, y no se vuelven a ver más, cada uno embozado en su solitaria soberbia? Es un milagro que se renueva cada día y que por ello no es menos milagroso. ¿Quién comprenderá por qué se saborean, no sólo las desgracias generales de los semejantes, sino también las particulares de los amigos más queridos, aunque se está afligido al mismo tiempo? Un ejemplo incontestable para cerrar la serie: el hombre dice hipócritamente sí y piensa no. Por eso los jabatos de la humanidad tienen tanta confianza los unos en los otros y no son egoístas. Le queda a la sicología muchos progresos que hacer. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, tu poder es tan grande que los hombres lo han sabido a sus expensas. Y por mucho que utilicen todos los recursos de su genio... serán incapaces de dominarte. Han encontrado su maestro. Digo que han encontrado algo más fuerte que ellos. Algo que tiene nombre. Ese nombre es: ¡el océano! El miedo que le inspiras es tal, que te respetan. A pesar de ello, haces danzar sus más pesadas máquinas con gracia, elegancia y facilidad. Les haces realizar saltos gimnásticos hasta el cielo y admirables inmersiones hasta el fondo de tus dominios que un saltimbanqui envidiaría. Bienaventurados aquellos a quienes no envuelves definitivamente entre tus pliegues burbujeantes para ir a ver, sin ferrocarril, en tus entrañas acuáticas, cómo lo pasan los peces, y sobre todo, cómo lo pasan ellos mismos. El hombre dice:
«Soy más inteligente que el océano». Es posible, es incluso muy cierto, pero el océano le causa más temor a él que él al océano: es algo que no es necesario comprobar. Ese patriarca observador, contemporáneo de las primeras épocas de nuestro globo suspendido, sonríe piadoso cuando asiste a los combates navales de las naciones. He ahí un centenar de leviatanes que han salido de las manos de la humanidad. Las órdenes enfáticas de los superiores, los gritos de los heridos, los cañonazos, es el ruido realizado a propósito para aniquilar algunos segundos. Parece que el drama ha terminado y que el océano se lo ha metido todo en su vientre. La boca es formidable. ¡Qué grande debe ser hacia abajo, en dirección a lo desconocido! Para coronar al fin la estúpida comedia, que carece de todo interés, se ve, en medio de los aires, alguna cigúeña retrasada por el cansancio, que se pone a gritar, sin detener la envergadura de su vuelo: «¡Vaya!... ¡la encuentro mal! Allá abajo había algunos puntos negros; he cerrado los ojos y han desaparecido». ¡Te saludo, viejo océano!

No me verán, en mi hora última (escribo esto en mi lecho de muerto), rodeado de curas. Quiero morir, mecido por las olas del mar tempestuoso, o de pie sobre la montaña... no con los ojos hacia lo alto: sé que mi aniquilamiento será completo. Por otra parte, no puedo esperar ninguna gracia. ¿Quién abre la puerta de mi cámara mortuoria? Había dicho que nadie entrara. Quienquiera que seas, aléjate; pero si crees percibir alguna señal de dolor o de miedo en mi rostro de hiena (uso esta comparación aunque la hiena sea más hermosa que yo, y más agradable a la vista), desengáñate: que se aproxime. Estamos en una noche de invierno, cuando los elementos chocan entre sí por todas partes, y el hombre tiene miedo, y el adolescente medita algún crimen contra uno de sus amigos, si es como fui yo en mi juventud. Que el viento, cuyos lastimosos silbidos entristecen a la humanidad, desde que el viento y la humanidad existen, momentos antes de la última agonía, me transporté sobre la osamenta de sus alas a través del mundo, impaciente por mi muerte. Todavía gozaré en secreto de los numerosos ejemplos de la maldad humana (sin ver visto, a un hermano le gusta ver los actos de sus hermanos). El águila, el cuervo, el inmortal pelícano, el pato salvaje, la grulla viajera, despiertos, tiritando de frío, me verán pasar, espectro horrible y satisfecho, entre el resplandor de los relámpagos. Ellos no sabrán lo que eso significa. En la tierra, la víbora, el ojo abultado del sapo, el tigre, el elefante, y en el mar, la ballena, el tiburón, el pez martillo, la raya informe, el diente de la foca polar, se preguntaran qué significa esta derogación de la ley de la naturaleza. El hombre, temblando, pegará su frente a la tierra en medio de sus gemidos. «Sí, os supero a todos por mi innata crueldad, una crueldad cuya desaparición no he dependido de mí. ¿Es este el motivo por el que os mostráis prosternados ante mí ¿O es porque me veis recorrer, nuevo fenómeno, como un cometa aterrador, el espacio ensangrentado? (Cae una lluvia de sangre desde mi vasto cuerpo, semejante a una nube negruzca que empuja ante sí al huracán). No temáis, niños, no quiero maldeciros. El mal que me habéis hecho es demasiado grande, y demasiado grande el mal que yo os hice, para que fuera voluntario. Vosotros habéis seguido por vuestro camino y yo por el mio, semejantes los dos, los dos perversos. Necesariamente tuvimos que encontrarnos en esta similitud de carácter: el choque resultante nos ha sido recipocramente fatal». Entonces, los hombres volverán poco a poco a levantar la cabeza, recobrarán el valor para ver a quien de esta manera habla, alargando su cuello como el caracol. De pronto, su rostro ardiente, descompuesto, mostrando las más terribles pasiones, hará tales muecas que los lobos se asustarán. Se pondrán de pie al mismo tiempo, como impulsados por un inmenso resorte. ¡Qué imprecaciones! ¡Qué desgarradoras voces! Me han reconocido. He aquí que los animales de la tierra se reunen con los hombres y hacen oír sus extraños clamores. Basta de odio recíproco; los dos odios se han vuelto contra el enemigo común: yo; se reconcilian por un asentimiento universal. Vientos que me sostenéis, elevadme más alto; temo a la perfidia. Sí, desaparezcamos poco a poco de sus ojos, una vez más testigos de las consecuencias de las pasiones, completamente satisfechos... Te agradezco, oh rinolofo, que me hayas despertado con el movimiento de tus alas, tú que tienes la nariz coronada por una cresta en forma de herradura: me doy cuenta de que, en efecto, no era, desgraciadamente, más que una enfermedad pasajera, y siento, con disgusto, que renazco a la vida. Algunos dicen que te aproximaste a mí para chuparme la poca sangre que me queda en el cuerpo: ¿por qué no es realidad esta hipótesis?
Una familia rodea un lámpara colocada sobre la mesa : -Hijo mío, dame las tijeras que están sobre esa silla.
-No están, madre.
-Ve a buscarlas entonces a la otra habitación. ¿Te acuerdas de aquella época, dulce sueño, en que hacíamos votos para tener un hijo, en el cual renaceríamos de nuevo, y que sería el sostén de nuestra vejez?
-Me acuerdo, y Dios nos lo ha otorgado. No podemos quejarnos de nuestra suerte en este mundo. Cada día bendecimos a la Providencia por sus beneficios. Nuestro Eduardo posee todas las virtudes de su madre.
-Y las cualidades viriles de su padre.
-Toma las tijeras, madre, al fin las he encontrado.

-¿Qué significa este espectáculo? Hay poca gente que es más feliz que ésta. ¿Qué razonamiento se hacen para amar la existencia? Alejate, Maldoror, de este apetecible hogar; tu lugar no está aquí.
Se retira.
-No sé qué sucede, pero siento que las facultades humanas libran algún combate en mi corazón. Mi alma está inquieta, sin saber por qué: la atmósfera está pesada.
-Mujer, siento las mismas impresiones que tú: tiemblo al pensar que pueda sucedemos alguna desgracia. Tengamos confianza en Dios, en él reside la suprema esperanza.
-Madre, apenas puedo respirar; me duele la cabeza.
-¿Tú también, hijo mío? Voy a humedecerte la frente y las sienes con vinagre.
-No, madre...
Vedlo; su cuerpo cansado se apoya sobre el respaldo de la silla.
-Algo que no sabría explicar da vueltas en torno a mí. Cualquier cosa me contraría en este momento.
-¡Qué pálido estás! ¡Esta velada no acabará sin que algún funesto suceso nos sumerja a los tres en el lago de la desesperación!
Oigo a lo lejos los prolongados gritos del dolor más punzante.
-¡Hijo mío!
-¡Ah madre!... ¡Tengo miedo!
-Dime en seguida si sufres.
-Madre, no sufro... No digo la verdad
El padre no sale de su asombro.
-Esos gritos se oyen algunas veces en el silencio de las noches sin estrellas. Aunque los oigamos, sin embargo, el que lanza esos gritos no está cerca, pues esos lamentos pueden oírse a tres leguas de distancia, transportados por el viento de una ciudad a otra. Me habían hablado a menudo de ese fenómeno, pero nunca había tenido ocasión de juzgar por mí mismo su veracidad. Mujer, me hablabas de desgracia, y jamás existió desgracia más real en la larga espiral del tiempo que la desgracia de aquel que turba ahora el sueño de sus semejantes...
Oigo a lo lejos los prolongados gritos del dolor más punzante.
-Ruego al cielo que su nacimiento no sea una calamidad para su país, que lo ha expulsado de su seno. Va de región en región, abominado por todos. Unos dicen que se halla abatido por una especie de locura original desde su infancia. Otros creen saber que es una extrema e instintiva crueldad, que a él mismo le avergúenza, por la que sus padres murieron de dolor.
Hay quienes pretenden que se le deshonró con un apodo en su juventud, que lo dejó inconsolable para el resto de su existencia, porque su dignidad herida veía en ello una prueba flagrante de la maldad de los hombres, que se inicia en los primeros años y después va aumentando. Ese apodo era el vampiro...
Oigo a lo lejos los prolongados gritos del dolor más punzante.
-Agregan que, de día y de noche, sin tregua ni reposo, unas pesadillas horribles hacen que le brote sangre por la boca y los oídos, y que unos espectros se sientan a la cabecera de su cama y le arrojan al rostro, impulsados a su pesar por una fuerza desconocida, unas veces con voz suave, otras con voz que parece el estruendo de las batallas, con una persistencia implacable, ese apodo siempre vivo, siempre horrendo y que sólo perecerá con el universo. Algunos incluso han llegado a afirmar que el amor lo ha reducido a ese estado, o que esos gritos son el testimonio de arrepentimiento por algún crimen sepultado en la noche de su pasado misterioso. Pero la mayor parte de la gente piensa que un orgullo incomensurable lo tortura, como en otro tiempo a Satán, y que querría igualarse a Dios.
Oigo en la lejanía los prolongados gritos de dolor más punzante.
-Hijo mío, estas son confidencias excepcionales, lamento que las hayas, oído a tu edad, y espero que no imites nunca a ese hombre.
-Habla, oh Eduardo mío, y dime que no imitarás nunca a ese hombre.
-Oh madre querida, a quien debo el ser, te prometo, si la santa promesa de un niño tiene algún valor, no imitar nunca a ese hombre.
-Muy bien, hijo mío, es preciso obedecer a la madre, sea en lo que sea.
Ya no se oyen los lamentos.
-Mujer, ¿has terminado tu trabajo?
-Me faltan algunas puntadas a esta camisa, aunque hayamos prolongado la velada hasta tan tarde.
-Tampoco yo he terminado el capítulo que comencé. Aprovechemos los últimos destellos de la lámpara, pues ya no hay casi aceite, y acabemos cada uno nuestro trabajo...
El hijo exclama.
-¡Si Dios nos deja vivir!
-Angel radiante, ven a mí, te pasearás por el prado de la mañana a la noche y no trabajarás. Mi magnífico palacio está construido con muros de plata, columnas de oro y puertas de diamantes. Te acostarás cuando quieras, al son de una música celestial, sin rezar tu oración. Cuando por la mañana el sol muestre sus rayos resplandecientes y la alegre alondra arrastre consigo por los aires su grito hasta perderse de vista, tú podrás continuar aún en la cama hasta que te canses. Caminarás sobre las alfombras más preciosas y estarás envuelto constantemente en una atmósfera compuesta de esencias perfumadas de las más aromáticas flores.
-Ya es hora de que descanse el cuerpo y el espíritu. Levántate, madre de familia, sobre tus musculosos tobillos. Es justo que tus rígidos dedos abandonen la aguja del trabajo en exceso. Los extremos no tienen nada de bueno.
-¡Oh que apacible será tu existencial. Te daré un anillo encantado; cuando le des la vuelta al rubí, te volveras invisible, como los príncipes en los cuentos de hadas.
-Guarda tus armas cotidianas en el armario protector, mientras, por mi parte, yo arreglo mis asuntos.
-Cuando lo vuelvas a la posición habitual reaparecerás tal como la naturaleza te formó, oh joven mago. Hago esto porque te quiero y aspiro a hacer tu felicidad.
-Vete, quienquiera que seas, no me sujetes por los hombros.
-Hijo mío, no te duermas mecido por los sueños de la infancia: la oración en común no ha comenzado y tus ropas tampoco están cuidadosamente colocadas sobre la silla... ¡De rodillas! Eterno creador del universo, muestras tu inagotable bondad hasta en las cosas más pequeñas.
-¿No te gustan los arroyos límpidos, donde se deslizan millares de pececillos rojos, azules y plateados? Los cogerás con una nasa tan bella que los atraerá por sí sola, hasta que esté repleta. Desde la superficie verás brillantes guijarros, más pulidos que el mármol.
-Madre, mira esas garras; desconfió de él; pero mi conciencia está tranquila, pues no tengo nada que reprocharme.
-Nos ves postrados a tus pies, abrumados por el sentimiento de tu grandeza. Si algún pensamiento altivo se insinúa en nuestra imaginación, lo rechazamos en seguida con la saliva del desdén y te lo ofrecemos como sacrificio irremisible.
-Te bañarás con muchachas que te estrecharán en sus brazos. Una vez fuera del baño, te tejerán coronas de rosas y claveles. Tendrán transparentes alas de mariposa y largos cabellos ondulados y flotarán alrededor de la gentileza de su frente.
-Aunque tu palacio fuera más bello que el cristal, jamás saldría esta casa para seguirte. Creo que no eres más que un impostor, ya que hablas tan bajo, temeroso de que te oigan. Abandonar a los padres es una mala acción. No seré yo un hijo ingrato. En cuanto a tus muchachas, no son tan bellas como los ojos de mi madre.

-Ellas te obedecerán a la menor señal y sólo pensa¬rán en agradarte. Si deseas el pájaro que nunca descansa, ellas te lo traerán. Si deseas el coche de nieve, que te transporta hasta el sol en un abrir y cerrar de ojos, ellas te lo traerán. ¡Qué no te traerían ellas! Te traerían incluso la cometa, grande como una torre, que se ha escondido en la luna, y de cuya cola están suspendidos, por lazos de seda, pájaros de todas las especies. Cuídate de ti... escucha mis consejos.
-Haz lo que quieras; no quiero interrumpir mi oración para pedir socorro. Aunque tu cuerpo se evapore, cuando quiero apartarlo; has de saber que no te temo.
-Ante ti, si no es la llama exhalada de un corazón puro nada es grande.
-Reflexiona en lo que te he dicho, si no quieres arrepentirte.
-Padre celestial, conjura, conjura las desgracias que puedan caer sobre nuestra familia.
-¿No quieres retirarte, espíritu maligno?
-Conserva a esta esposa querida, que me ha consolado en mis abatimientos....
-Puesto que me rechazas, haré que llore y que rechinen tus dientes como los de un ahorcado.
-Y este hijo amante, cuyos castos labios apenas se entreabren para los besos de la aurora de la vida.
-Madre, me estrangula... Padre, socórreme... Ya no puedo respirar... ¡Vuestra bendición!
Un grito de inmensa ironía se eleva por los aires. Ved cómo las águilas, aturdidas, caen desde lo alto de las nubes, dando vueltas sobre sí mismas, literalmente fulminadas por la columna de aire.
-Su corazón no late ya... Y ella ha muerto al mismo tiempo que el fruto de sus entrañas, fruto que ya no reconozco, tan desfigurado está... ¡Esposa mía!... ¡Hijo mio!... Me acuerdo de un tiempo lejano en que fui esposo y padre.
Se había dicho, ante el cuadro que se ofreció a su vista, que no soportaría esta injusticia. Pero si es eficaz el poder que le habían concedido los espíritus infernales, o más bien, que extrae de sí mismo, ese hijo no debía existir ya antes de transcurrida la noche.
Aquel no sabe llorar (pues siempre rechazó el sentimiento en su interior) observó que se encontraba en Noruega. En las islas Feroe, asistió a la búsqueda de nidos de aves marinas entre las grietas cortadas a pico, y se asombró de que la cuerda de trescientos metros que sostiene al explorador por encima del precipicio, la hubiesen elegido de tal solidez. Vio en ello, se diga lo que se diga, un ejemplo sorprendente de la bondad humana, y no podía creer en la visión. Si él hubiera tenido que preparar la cuerda, le hubiera hecho unos cortes en distintos sitios, a fin de que se rompiera y precipitara al cazador en el mar. Una noche se dirigió al cementerio, y los adolescentes que encuentran placer en violar los cadáveres de hermosas mujeres muertas, pudieron, silo hubieran querido, oír la conversación siguiente, perdida en el cuadro de una acción que se desarrollará al mismo tiempo.
-¿No es cierto, sepulturero, que te gustaría conversar conmigo? Un cachalote asciende poco a poco desde el fondo del mar y muestra su cabeza por encima de las aguas para ver la nave que pasa por estos parajes solitarios. La curiosidad nació en el universo.
-Amigo, me es imposible cambiar ideas contigo. Hace mucho tiempo que los dulces rayos de la luna hacen brillar el mármol de las tumbas. Es la hora silenciosa en que más de un ser humano sueña que ve aparecer mujeres encadenadas, que arrastran sus mortajas cubiertas de manchas de sangre, como estrellas en un cielo negro. El que duerme emite gemidos semejantes a los de un condenado a muerte, hasta que se despierta y percibe que la realidad es tres veces peor que el sueño. Debo terminar de abrir esta fosa con mi pala infatigable, a fin de que esté dispuesta para mañana por la mañana. No hay que hacer dos cosas al mismo tiempo, si se quiere hacer un trabajo serio.
-¡Cree que abrir una fosa es un trabajo serio! ¿Crees que abrir una fosa es un trabajo serio?
-Cuando el salvaje pelicano se resuelve a dar su pecho para que lo devoren sus pequeños, sin tener otro testigo que aquel que supo crear un amor semejante, para vergüenza de los hombres, por muy grande que sea el sacrificio, ese acto es comprensible. Cuando un hombre joven ve en los brazos de un amigo a una mujer que idolatraba, se pone a fumar un cigarro, no sale de la casa y se une en idisoluble amistad con el dolor, ese acto es comprensible. Cuando un alumno interno en un liceo es gobernado durante años, que son siglos, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana siguiente, por un paria de la civilización que tiene constantemente los ojos sobre él, siente el oleaje tumultuoso de un odio subir como un humo espeso a su cerebro, que parece a punto de estallar. Desde el momento en que fue arrojado en la prisión hasta aquel, que se acerca, en que saldrá, una intensa fiebre le amarillea el rostro, aproxima sus cejas y le hunde los ojos. De noche, reflexiona, porque no quiere dormir. De día, su pensamiento se precipita por encima de los muros de la mansión del embrutecimiento, hasta el instante en que se escapa o lo expulsa como un apestado de ese claustro eterno; ese acto es comprensible. Abrir una fosa supera a menudo a las fuerzas de la naturaleza. Cómo quieres tú, extranjero, que la piocha remueva esta tierra, que primero nos alimenta y luego nos da un lecho cómodo, preservado del viento del invierno que sopla con furia en estas frías regiones, cuando el que maneja la piocha con manos temblorosas, después de haber palpado convulsivamente.durante toda la jornada las mejillas de los antiguos vivientes que retornan su reino, vea, de noche, ante sí, escrito con letras de fuego, sobre cada cruz de madera, el enunciado del espantoso problema que la humanidad todavía no ha resuelto: la mortalidad o la inmortalidad del alma. Siempre he conservado mi amor por el creador del universo, pero si después de la muerte no debemos ya existir, ¿por qué veo, la mayor parte de las noches, abrirse cada tumba, y a sus habitantes levantar suavemente las tapas de plomo para ir a respirar el aire fresco?
-¡Detente en tu trabajo! La emoción te quita fuerzas; me pareces débil como una caña; sería una gran locura continuar. Yo soy fuerte, tomaré tu sitio. Tú, apártate; me aconsejarás si no lo hago bien.

-No es necesario que una duda inútil atormente tu pensamiento: todas estas tumbas, esparcidas en un cementerio como las flores de un prado, comparación que carece de veracidad, son dignas de ser medidas con el compás sereno del filósofo. Las alucinaciones peligrosas pueden originarse de día, pero se originan sobre todo de noche. Por lo tanto, no te extrañes de las fantásticas visiones, que parecen percibir tus ojos. Durante el día, cuando el espíritu está en reposo, pregunta a tu conciencia: ella te dirá, seguramente, que el Dios que ha creado al hombre con una parcela de su propia inteligencia posee una bondad sin límites, y recibirá, tras la muerte terrestre, a esa obra maestra en su seno. Sepultureró, ¿por qué lloras? ¿Por qué esas lágrimas, semejantes a las de una mujer? Recuérdalo bien, estamos en este barco desmantelado para sufrir. Es un mérito para el hombre que Dios lo haya juzgado capaz de vencer los sufrimientos más graves. Habla, y puesto que, según tus más queridos deseos, no se debiera sufrir más, di en qué consistiría entonces la virtud, el ideal que cada uno se esfuerza en alcanzar, si tu lengua está hecha como la de los demás hombres.
-¿Dónde estoy? ¿No he cambiado de carácter? Siento que un poderoso hálito de consuelo roza mi frente serenada, igual que la brisa de la primavera reanima la esperanza de los ancianos. ¿Qué es este hombre que con su lenguaje sublime ha dicho cosas que no hubiera pronunciado ningún recién llegado?. ¡ Qué belleza musical en la melodía incomparable de su voz! Prefiero oírle hablar a él en vez de cantar a otros. Sin embargo, cuanto más lo observo, menos franco me parece su rostro. La expresión general de sus rasgos contrasta singularmente con esas palabras que sólo el amor de Dios ha podido inspirar. Su frente, arrugada por algunos pliegues, está marcada por un estigma indeleble. Este estigma, que lo ha envejecido prematuramente, ¿es honorable o infamante? Sus arrugas, ¿deben ser contempladas con veneración? Lo ignoro, y temo saberlo. Aunque diga lo que no piensa, creo, por lo menos, que tiene razones para proceder como lo ha hecho, excitado por los restos hechos jirones de una caridad destruida en él. Esta absorbido por meditaciones desconocidas para mí, y su actividad se acrecienta en un trabajo arduo que no tiene costumbre emprender. El sudor moja su piel, pero no se da cuenta de ello. Se halla más triste que los sentimientos que inspira la vista de un niño en su cuna. ¡Oh, qué sombrío es! ¿De dónde sales?... Extranjero, permíteme que te toque, y que mis manos, que raramente estrechan las de los vivos, se impongan sobre la nobleza de tu cuerpo. Ocurra lo que ocurra, sabré a qué atenerme. Esos cabellos son los más hermosos que he tocado en mi vida. ¿Quién sería tan audaz como para poner en duda que no conozco la calidad de los cabellos?
-¿Qué quieres de mí, cuando cavo una tumba? Al león no le gusta que se le moleste cuando se alimenta. Si no lo sabes, te lo digo. Vamos, apresúrate, cumple con tus deseos.
-Lo que se estremece a mi contacto, haciendo que me estremezca yo mismo, es carne, no hay duda. Es verdad... no sueño. ¿Quién eres tú, que te inclinas ahí para cavar una tumba, mientras yo, como un holgazán que se come el pan de los demás, no hago nada? Es hora de dormir, o de sacrificar el reposo a la ciencia. En todo caso, nadie está ausente de su casa, y se guarda de dejar la puerta abierta para evitar que entre los ladrones. Se encierra en su cuarto lo mejor que puede, mientras las cenizas de la vieja chimenea saben todavía caldear la sala con un resto de calor. Tú no te comportas como los demás; tus vestidos denuncian al habitante de algún país lejano.
-Aunque no estoy cansado, es inútil ahondar más la fosa. Ahora, desnúdame; luego, me meterás dentro.
-La conversación que mantenemos desde hace unos instantes es tan extraña que no sé qué responderte... Creo que quieres reírte.
-Si, sí, es verdad, quería reírme; no hagas caso de lo que te dije.
Se tambaleó, y el sepulturero se apresuró a sostenerlo.
-¿Qué te ocurre?

-Mi opinión se hace cada vez más consistente: es alguien que sufre de espantosos pesares. Que el cielo me quite la idea de interrogarle. Me inspira tanta piedad, que prefiero quedar en la incertidumbre. Además, estoy seguro, tampoco querría responderme: entregar el corazón en este estado anormal es sufrir dos veces.
-Déjame salir de este cementerio; seguiré mi camino.
-Tus piernas ya no te sostienen; te perderías mientras caminas. Mi deber es ofrecerte un tosco lecho; no tengo otro. Ten confianza en mí, pues la hospitalidad no exigirá en modo alguno la violación de tus secretos.
-Oh piojo venerable, tú, cuyo cuerpo está desprovisto de élitros, un día me reprochaste con acritud no amar suficientemente tu sublime inteligencia, que no se deja leer; acaso tuvieras razón, puesto que no siento el menor reconocimiento hacia ésta. Fanal de Maldoror, ¿adónde conduces sus pasos?
-A mi casa. Aunque seas un criminal que no ha tenido la precaución de lavarse la mano derecha con jabón después de haber cometido su delito, cosa que es facilmente deducible de la inspección de esa mano, o un hermano que ha perdido a su hermana, o algún monarca destituido que huye de su reino, mi palacio verdaderamente grandioso es digno de recibirte. No fue construido con diamantes y piedras preciosas, pues no es más que una pobre choza mal edificada; pero esta célebre choza tiene un pasado histórico que el presente renueva y continúa sin cesar. Si ella pudiera hablar, te asombrarías, tú, que me parece que no te asombras por nada. Cuantas veces, al mismo tiempo que ella, he visto desfilar, ante mí, ataúdes que contenían huesos, más pronto apolillados que el reverso de la puerta contra la cual me apoyaba. Mis innumerables súbditos aumentan cada día. No tengo necesidad de hacer, en períodos fijos, ningún censo para darme cuenta. Aquí, como entre los vivos, cada uno paga un impuesto, proporcional a la riqueza de la mansión que ha elegido; y si. algún avaro se negara a entregar su cuota, tengo orden, hablándole personalmente, de hacer como los alguaciles: no faltan chacales y buitres que desearían hacer una buena comida. He visto ordenarse, bajo las banderas de la muerte, al que fue hermoso, al que acabada su vida no se había afeado, al hombre, a la mujer, al mendigo, al hijo de los reyes, a las ilusiones de la juventud, a los esqueletos de los ancianos, al genio, a la locura, a la pereza y su contraria, al que fue falso, al que fue veraz, a la máscara del orgulloso, a la modestia del humilde, al vicio coronado de flores y a la inocencia traicionada.
-No, en verdad no rechazo tu cama, que es digna de mí, hasta que llegue la aurora, que ya no tardará. Agradezco tu benevolencia... Sepulturero, es hermoso contemplar las ruinas de las ciudades, pero es más hermoso todavía contemplar las ruinas de los hombres.
El hermano de la sanguijuela camina lentamente por el bosque. Se detiene a intervalos, abriendo la boca para hablar. Pero su garganta siempre se cierra y rechaza hacia atrás el esfuerzo abortado. Por fin exclama:
«Hombre, cuando encuentres un perro muerto boca arriba, apoyado contra una esclusa que le impide partir, no vayas, como los demás, a coger los gusanos que salen de su vientre hinchado, observarlos con asombro, abrir una navaja y después despedazar un gran número de ellos, diciéndote que también tú no serás más que ese perro. ¿Qué misterio buscas? Ni yo, ni las cuatro patas natatorias del oso marino en el océano boreal, hemos podido resolver el problema de la vida. Ten cuidado, la noche se acerca, y tú estás ahí desde por la mañana. ¿Qué dirá tu familia, tu pequeña hermana, al verte llegar tan tarde? Lávate las manos, toma de nuevo el camino que te lleva donde duermes... ¿Quién es ese ser, allá en el horizonte, que se atreve a acercarse a mí, sin temor, dando saltos oblicuos y violentos, con una majestad mezclada a una serena dulzura? Su miráda, aunque dulce, es profunda. Sus enormes párpados juegan con la brisa y parecen vivir. Es un desconocido para mí. Al fijar sus ojos monstruosos, mi cuerpo tiembla; es la primera vez desde que succioné de las secas tetas de lo que se llama una madre. Hay como una aureola de luz deslumbrante a su alrededor. Cuando habló, todo en la naturaleza enmudeció y sintió un gran escalofrío. Puesto que te gusta venir a mí, como atraído por un imán, yo no me opondré. ¡Qué hermoso es! Me cuesta trabajo decirlo. Debes ser poderoso, pues tienes un rostro más que humano, triste como el universo, bello como el suicidio. Te aborrezco con todas mis fuerzas, y antes prefiero ver una serpiente alrededor de mi cuello desde el comienzo de los siglos que ver tus ojos... ¡Cómo!... ¡eres tú, sapo!... ¡sapo inmenso!... ¡sapo desgraciado!... ¡Perdóname!... ¡perdóname!... ¿Qué vienes a hacer a esta tierra en donde están los malditos? Pero, ¿qué has hecho de tus pústulas viscosas y fétidas para tener un aspecto tan dulce? Cuando descendiste de lo alto, por una orden superior, con la misión de consolar a las diversas razas de seres existentes, te precipitaste sobre la tierra con la rapidez del milano, sin que las alas se cansaran por esa larga y magnífica carrera; te vi. ¡Pobre sapo! ¡Cómo pensaba yo entonces en el infinito, al mismo tiempo que en mi debilidad! «Uno más que es superior a los seres de la tierra, me decía yo, por voluntad divina. ¿Por qué yo no? ¿Por qué la injusticia, en los decretos supremos? El Creador es un insensato, aunque sea el más fuerte, y su cólera terrible». Desde que ante mí apareciste, monarca de los estanques y los pantanos, cubierto de una gloria que sólo a Dios pertenece, tú me has consolado en parte, pero mi vacilante razón se derrumba ante tanta grandeza. ¿Quién eres? Quédate... ¡oh!, ¡Quédate en esta tierra! Repliega tus blancas alas y no mires hacia lo alto con párpados inquietos... Si te vas, vayámonos juntos». El sapo se sentó sobre sus patas traseras (que tanto se parecen a las del hombre), y mientras las babosas, las cochinillas y los caracoles huían a la vista de su mortal enemigo, tomó la palabra en estos términos: «Maldoror, escúchame. Escucha mi semblante, sereno como un espejo; creo tener una inteligencia igual a la tuya. Un día me llamaste el sostén de tu vida. Desde entonces no he desmentido la confianza que en mí depositaste. No soy más que un simple habitante de los cañaverales, es verdad, pero gracias a mi relación contigo, que sólo ha tomado de ti lo que era bello, mi razón se ha engrandecido, y por ello puedo hablarte. He llegado hasta ti para sacarte del abismo. Los que se llaman tus amigos te miran, llenos de consternación, cada vez que te encuentran, pálido y encorvado, en los teatros, en las plazas públicas, en las iglesias, u oprimiendo con tus dos nerviosas piernas ese caballo que sólo galopa de noche, llevando a su amo-fantasma envuelto en un amplio manto negro. Abandona esos pensamientos que dejan a tu corazón vacío como un desierto, pues son más abrasadores que el fuego. Tu espíritu está tan enfermo que ni siguieras lo percibes, y crees hallarte en tu estado natural cada vez que de tu boca salen insensatas palabras, aunque llenas de una infernal grandeza. ¡Desgraciado!, ¿qué palabras has dicho desde el día de tu nacimiento? ¡ Oh triste residuo de una inteligencia inmortal creada con tanto amor por Dios! ¡Tú sólo has engendrado maldiciones más horrendas que la mirada de las panteras hambrientas! ¡Preferiría tener los párpados pegados, un cuerpo sin piernas ni brazos, haber asesinado a un hombre, antes que ser tú! Porque te odio. ¿Para qué poseer ese carácter que me asombra? ¿Con qué derecho vienes a esta tierra para burlarte de los que la habitan, podrido despojo, agitado por el escepticismo? Si no te gusta, regresa a las esferas de donde has venido. Un habitante de la ciudad no debe residir en una aldea, como un extranjero. Sabemos que en los espacios existen esferas más vastas que la nuestra, en donde los espíritus tienen una inteligencia que nosotros no podemos siquiera concebir. Bueno, ¡vete!... ¡retírate de este suelo móvil!... muestra al fin esa esencia divina que hasta ahora has ocultado, y, lo más aprisa posible, dirige tu vuelo ascendente hacia tu esfera, que no envidiamos, por muy orgulloso que estés de ella. Pues nunca he logrado saber si eres un hombre o más que un hombre. Adiós, entonces, no esperes volver a encontrar al sapo en tu travesía. Has sido la causa de mi muerte. ¡Yo parto para la eternidad a fin de implorar tu perdón!.
Si algunas veces es lógico atenerse a la apariencia de los fenómenos, este primer canto termina aquí. No seáis severos con el que no ha hecho sino probar su lira: de ella sale tan extraño sonido! Sin embargo, si queréis ser imparciales, habréis de reconocer ya una fuerte impronta en medio de las imperfecciones. En cuanto a mí, voy a ponerme a trabajar de nuevo para que aparezca un segundo canto en un lapso de tiempo que no sea demasiado grande. El final del siglo diecinueve verá a su poeta (sin embargo, al principio, no debe comenzar con una obra maestra, sino seguir la ley de la naturaleza); nació en las costas americanas, en la desembocadura del Plata, allí donde dos pueblos, antaño rivales, se esfuerzan actualmente en superarse por medio del progreso material y moral. Buenos Aires, la reina del sur, y Montevideo, la coqueta, se tienden una mano amiga a través de las aguas plateadas del gran estuario. Pero la guerra eterna ha situado su imperio destructor sobre los campos y cosecha numerosas victimas. Adiós, anciano, y piensa en mí, si me has leído. Tú, muchacho, no te desesperes, pues tienes un amigo en el vampiro, aunque pienses lo contrario. Y contando con el acaro sarcoptes que produce la sarna, tendrás dos amigos.

CANTO SEGUNDO
¿ADÓNDE ha ido ese primer canto de Maldoror desde que su boca, llena de hojas de belladona, lo dejó escapar a través de los reinos de la cólera, en un momento de reflexión? Dónde ha ido ese canto... No sé sabe con precisión. Ni los árboles ni los vientos lo conservaron. Y la moral, que pasaba por ese sitio, sin presagiar que tenía en esas páginas incandescentes un enérgico defensor, lo vio dirigirse con paso firme y recto hacia los rincones oscuros y las fibras secretas de las conciencias. Por. lo menos, la ciencia da por sabido que desde ese tiempo el hombre de figura de sapo no se reconoce a sí mismo, y cae con frecuencia en accesos de furor que le hacen parecerse a una bestia de los bosques. No es culpa suya. En todos los tiempos él creyó, con los párpados plegados bajo las resedas de la modestia, que no estaba compuesto más que de bien y una mínima cantidad de mal. De pronto, yo le hice saber, descubriendo a pleno día su corazón y sus tramas, que, por el contrario, sólo estaba compuesto de una mínima cantidad de bien, que los legisladores tratan a toda costa de no dejar evaporar. A mí, que no le he enseñado nada nuevo, me gustaría que no sintiera una vergüenza eterna a causa de mis amargas verdades; pero la realización de este deseo no estaría conforme con las leyes de la naturaleza. En efecto, arranco la máscara de su rostro traidor y lleno de fango, y hago caer, una a una, como bolas de marfil sobre una fuente de plata, las mentiras sublimes con las cuales se engaña a sí mismo: es, por tanto, comprensible que no ordene a la calma imponer las manos sobre su rostro, incluso cuando la razón dispersa las tinieblas del orgullo. Por eso el héroe que pongo en escena ha atraído sobre si un odio irreconciliable, atacando a la humanidad, que se creía invulnerable, por la brecha de absurdas tiradas filantrópicas, que están amontonadas, como granos de arena, en sus libros, cuyo ridículo lado cómico, aunque aburrido, algunas veces estoy a punto de apreciar, cuando la razón me abandona. El lo había previsto. No basta con esculpir la estatua de la bondad sobre el frontis de los pergaminos que contiene las bibliotecas. ¡Oh ser humano, hete ahí, ahora, desnudo como un gusano, en presencia de mi espada de diamante! Abandona tu método, no es tiempo ya de hacerse el orgulloso: hacia ti dirijo mi plegaria, en actitud de prosternación. Hay alguien que observa los menores movimientos de tu vida culpable; estás envuelto en las redes sutiles de su perspicacia encarnizada. No te fíes de él cuando se vuelva de espalda, pues te mira; no te fíes de él cuando cierre los ojos, pues te sigue mirando. Es difícil suponer que, en cuanto a astucia y perversidad, tu terrible resolución pueda superar al hijo de mi imaginación. Sus menores golpes aciertan. Con algunas precauciones, es posible hacerle saber al que cree ignorarlo, que los lobos y los bandidos no se devoran entre sí: acaso no sea su costumbre. Por consiguiente, entrega sin temor a sus manos el cuidado de tu existencia: él la conducirá de la manera que sabe. No creas en la intención que hace relucir al sol, de corregirte, pues le interesas muy poco, por no decir nada; aunque aún no he aproximado a la verdad total la benevolente medida de mi verificación. Pero a él le gusta hacerte daño, por la legítima persuasión de que te volverás tan malo como él, y así cuando llegue la hora le acompañarás hasta la honda gruta del infierno. Su lugar está marcado desde hace mucho tiempo en un paraje donde se distingue una horca de hierro, de la cual están suspendidas unas cadenas y unas argollas. Cuando el destino lo conduzca allá, el fúnebre embudo jamás habrá saboreado una presa más sabrosa, ni él contemplado una mansión más conveniente. Me parece que hablo de una manera intencionadamente paternal, y que la humanidad no tiene derecho a quejarse.
He tomado la pluma que va a construir el segundo canto... instrumento arrancado a las alas de algún pigargo rojo. Pero... ¿qué tienen mis dedos? Las articulaciones permanecen quietas desde el momento en que comienzo mi trabajo. Sin embargo, tengo necesidad de escribir... ¡Es imposible! Bien, repito que tengo necesidad de escribir mi pensamiento: tengo derecho, como cualquier otro, a someterme a esa ley natural... Pero no, no, ¡la pluma permanece inerte!... Mirad, a través de los campos como brilla el relámpago a lo lejos. La tormenta recorre el espacio. Llueve... Sigue lloviendo... ¡Cómo llueve!... El rayo estalla... se abata sobre mi ventana entreabierta y me derriba al suelo de un golpe en la frente. ¡Pobre muchacho! ¡Tu rostro estaba ya demasiado maquillado por las precoces arrugas y por la deformación de nacimiento, para necesitar además esa larga cicatriz sulfurosa! (Acabo de suponer que la herida está curada, cosa que no sucederá tan pronto). ¿Por qué esta tormenta y por qué la parálisis de mis dedos? ¿Es una advertencia de las alturas para impedirme que escriba y para que considere mejor a lo que me expongo, al destilar la baba de mi boca cuadrada? Pero esta tormenta no me ha causado temor. ¡Qué me importa a mí una legión de tormentas! Esos agentes de la policía celeste cumplen con celo su penoso deber, si he de juzgar brevemente por mi frente herida. No tengo que agradecer al Todopoderoso su notable destreza; envió el rayo con objeto de cortar mi rostro en dos, precisamente a partir de la frente, sitio en donde la herida ha sido más peligrosa: ¡que otro le felicite! Pero las tormentas atacan siempre a alguien más fuerte que ellas. Así, pues, horrible Eterno con faz de víbora, no contento con haber colocado mi alma entre las fronteras de la locura y los pensamientos furiosos que matan de un modo lento, ¿era preciso que creyéras además conveniente para tu majestad, después de un maduro examen, hacer brotar de mi frente una copa de sangre?... Pero, en fin, ¿quién te dice nada? Sabes que no te amo, y que, por el contrario, te odio: ¿por qué insistes? ¿Cuándo dejará tu conducta de adoptar las apariencias más extravagantes? Háblame con franqueza, como a un amigo: ¿no dudas acaso de que en tu odiosa persecución muestras un apresuramiento ingenuo cuyo ridículo más completo no se atrevería a hacer resaltar ninguno de tus serafines? ¿Qué clase de cólera te posee? Has de saber que si me dejas vivir lejos de tus persecuciones, tendrás mi reconocimiento... Vamos, Sultán, líbrame con tu lengua de esta sangre que mancha el pavimento. El vendaje está terminado: mi frente restañada ha sido lavada con agua y sal y he cruzado las vendas a través de mi rostro. El resultado no es excesivo: cuatro camisas y dos pañuelos llenos de sangre. No se creería, a primera vista, que Maldoror contuviera tanta sangre en sus arterias, pues en su rostro sólo relucen los resplandores de un cadáver. Pero, en fin, ese es el asunto. Tal vez se trate de casi toda la sangre que pudo contener su cuerpo, y es probable que no le quede ya nada. Basta, basta, perro ávido, deja el pavimento como está, tienes el vientre lleno. No es preciso que continúes bebiendo, pues no tardarías en vomitar. Estás convenientemente repleto, vete a dormir a la perrera, hazte cuenta que nadas en la felicidad, pues no tendrás que pensar en el hambre durante tres inmensos días, gracias a los glóbulos que has hecho descender por tu gaznante, con una satisfacción solemnemente visible. Tú, Lemán, coge una escoba, yo también quisiera coger otra, pero no tengo fuerzas. ¿Es verdad que comprendes que no tengo fuerzas? Vuelve tus lágrimas a su funda; si no, creeré que no tienes el coraje de contemplar con sangre fría la gran cicatriz, consecuencia de un suplicio ya perdido para mí en la noche de los tiempos. Irás a la fuente a buscar dos cubos de agua. Una vez lavado el pavimento, pondrás esa ropa interior en la habitación próxima. Si la lavandera viene esta noche, como debe hacer, se la entregarás; Pero como ha llovido mucho desde hace una hora, y sigue lloviendo, no creo que salga de su casa; Entonces vendrá mañana por la mañana. Si te pregunta de donde procede toda esa sangre, no estás obligado a responderlé. ¡Oh qué débil estoy! No importa; tendré no obstante la fuerza de levantar la pluma y el coraje para profundizar en mi pensamiento. ¿Qué le ha reportado al Creador atormentarme, como si yo fuera un niño, con una tormenta que lanza rayos? No persisto menos por ello en mi resolución de escribir. Estas vendas me atontan, y la atmósfera de mi habitación respira sangre...
¡Qué no llegue el día en qué Lohengrin y yo pasemos por la calle uno al lado del otro sin mirarnos, rozándonos los codos como dos transeúntes que tienen prisa! ¡Oh, que me dejen huir para siempre lejos de esta suposición! El Eterno ha creado el mundo tal como es: demostrará mucha sabiduría si durante el tiempo estrictamente necesario para romper de un martillazo la cabeza de una mujer, olvida su majestad sideral, a fin de revelarnos los misterios en medio de los cuales nuestra existencia se asfixia, lo mismo que un pez en el fondo de una barca. Pero él es grande y noble; nos supera por la fuerza de sus concepciones; si parlamentara con los hombres, todas las vergüenzas le salpicarían hasta el rostro. Pero... ¡qué miserable eres! ¿Por qué no enrojeces? No basta con que el ejército de dolores físicos y morales que nos rodea haya sido engendrado: el secreto de nuestro destino de andrajos no se nos ha señalado. Conozco al Todopoderoso... y él también debe conocerme a mí. Si, por azar, caminamos por el mismo sendero, su vista penetrante me ve llegar desde lejos: entonces toma por un camino transversal a fin de evitar el triple dardo de platino con que la naturaleza me ha dotado a modo de lengua. Tú me concederás el placer, oh Creador, de dejar que difunda mis sentimientos. Manejando la terrible ironía con mano fría y firme, te advierto que mi corazón la contendrá en cantidad suficiente como para atacarte hasta el fin de mi existencia. Golpearé tu hueco armazón, con tal fuerza que me propongo hacer salir de él las restantes parcelas de inteligencia que no quisiste dar al hombre -porque habrías estado celoso al hacerlo igual a ti, y que habías escondido desvergonzadamente en tus tripas, astuto bandido, como si no supieras que un día u otro las habría descubierto yo con mi ojo siempre avizor y te las habría arrebatado para compartirlas con mis semejantes. Lo he hecho como te digo, y ahora ya no te temen, tratan contigo de poder a poder. Dame la muerte para que me arrepienta de mi audacia: descubro mi pecho y espero con humildad. ¡Apareced, irrisorias envergaduras de los castigos eternos!... ¡ despliegues enfáticos de atributos demasiado envanecidos! Ha manifestado su incapacidad para detener la circulación de mi sangre que lo provoca. Sin embargo, tengo pruebas de que no vacila en hacer extinguir, en la flor de la edad, el hálito de otros seres humanos, cuando apenas si han saboreado los goces de la vida. Lo que es sencillamente atroz, aunque solamente desde el punto de vista de la debilidad de mi opinión. He visto al Creador, estimulando su crueldad inútil, provocar incendios en los que perecían ancianos y niños. No soy el que comienza el ataque; es él quien me obliga a hacerle girar como un trompo con el látigo de cuerdas de acero. ¿No es él quien me sumínistra las acusaciones contra él mismo? ¡No agotará mi verbo temible! Mi verbo se nutre de las insensatas pesadillas que atormentan mis insomnios. Pero si ha sido a causa de Lohengrin el que se escribiera lo que antecede, volvamos entonces a él. Por temor de que más tarde no llegara a ser, yo había resuelto de antemano matarlo a cuchilladas, una vez que hubiera pasado la edad de la inocencia. Pero he reflexionado y sensatamente he abandonado mi resolución a tiempo. Él no sospecha que su vida ha estado en peligro durante un cuarto de hora. Todo estaba preparado y el cuchillo había sido comprado. Era un estilete precioso-pues me gusta la gracia y la elegancia hasta en los aparatos de la muerte-, aunque muy largo y puntiagudo. Una sola herida en el cuello, atravesando con precisión una de las arterias carótidas, creo que hubiera bastado. Estoy contento de mi conducta; más tarde me hubiera arrepentido. Por lo tanto, Lohengrin, haz lo que quieras, obra como te plazca, enciérrame toda la vida en una prisión oscura, con escorpiones como compañeros de mi cautividad, o arráncame un ojo y déjalo caer en el suelo, nunca te haré el menor reproche; soy tuyo, te pertenezco, ya no vivo para mí. El dolor que me causes no será comparable a la dicha de saber que aquel que me hiere con sus manos asesinas está impregnado de una esencia más divina que la de sus semejantes. Sí, todavía es hermoso dar la vida por un ser humano y conservar la esperanza de que todos los hombres no son malos, ya que al fin hay uno que ha sabido atraer con toda su fuerza hacia sí las repugnancias desconfiadas de mi amarga simpatía...



¡Qué encantador es ese niño que está sentado en un banco del jardín de las Tullerias! Un hombre, movido por un deseo oculto, acaba de sentarse al lado en el mismo banco, con actitudes equívocas. ¿Quién es? No tengo necesidad de decíroslo, pues lo reconoceréis por su conversación tortuosa. Escuchémosles, no les molestemos:
-¿En qué pensabas, niño?
-Pensaba en el cielo.
-No es necesario que pienses en el cielo; ya es bastante con pensar en la tierra. ¿Estás cansado de vivir, tú que acabas apenas de nacer?
-No, pero todos prefieren el cielo a la tierra.
-Yo no. Y puesto que el cielo ha sido hecho por Dios, lo mismo que la tierra, ten por seguro que allí encontrarás los mismos males que aquí. Después de tu muerte, no tendrás ninguna recompensa por tus méritos, pues si se cometen injusticias en esta tierra (como comprobarás por experiencia más tarde), no hay razón para que en la otra vida no se cometan más. Lo mejor que puedes hacer es no pensar en Dios, y hacerte justicia tu mismo, puesto que te la niegan. Si uno de tus camaradas te ofendiera, ¿acaso no te haría feliz matarlo?
-Pero eso está prohibido.
-No está tan prohibido como crees. Se trata solamente de no dejarse atrapar. La justicia que suministran las leyes no vale nada; es la jurisprudencia del ofendido lo que cuenta. Si detestaras a uno de tus camaradas, ¿no serías desgraciado al pensar que herí cada instante tienes su pensamiento ante tus ojos?
-Es verdad.
-He ahí entonces a un camarada que te haría desgraciado toda tu vida, pues, viendo que tu odio es sólo pasivo, no dejará de burlarse de ti y de causarte daño impunemente. No hay más que un medio de poner fin a ese situación: Desembarazarte del enemigo. Y aquí es a donde quería llegar, para hacerte comprender sobre qué bases está fundada la sociedad actual. Cada uno debe hacerse justicia por sí mismo, a no ser que sea un imbécil. El que obtiene la victoria sobre sus semejantes es el más astuto y el más fuerte. ¿Acaso no querrías un día dominar a tus semejantes?
-Sí, si.
-Entonces sé el más fuerte y el más astuto. Todavía eres demasiado joven para ser el más fuerte, pero desde hoy puedes emplear la astucia, el más bello instrumento de los hombres de genio. Cuando el pastor David alcanzó en la frente al gigante Goliath con una piedra lanzada con su honda, ¿no es admirable comprobar que solamente por la astucia David venció a su adversario,.y que, por el contrario, si hubiesen luchado cuerpo a cuerpo, el gigante lo hubiera aplastado como a una mosca? Igual hubiera sido contigo. En guerra abierta, jamás podrías vencer a los hombres, sobre los cuales deseas imponer tu voluntad; pero con la astucia, podrás luchar tú solo contra todos. ¿Deseas riquezas, hermosos palacios y gloria? ¿O me has engañado cuando me afirmaste esas nobles pretensiones?
-No, no, no te engañaba. Pero quisiera adquirir lo que deseo por otros medios.
-Entonces no conseguirás nada. Los medios virtuosos y bonachones no conducen a nada. Hay que poner en acción palancas más enérgicas y tramas más inteligentes. Antes de que llegues a ser célebre por tu virtud y alcances la meta, cientos de otros tendrán tiempo de hacer cabriolas encima de tu espalda y llegar al final de la carrera antes que tú, de tal manera que ya no habrá lugar para tus ideas limitadas. Hay que saber abarcar con más grandeza el horizonte del tiempo presente. ¿No has oído hablar nunca, por ejemplo, de la gloria inmensa que aportan las victorias? Y, sin embargo, las victorias no se realizan solas. Es preciso derramar sangre, mucha sangre, para engendrarías y depositarías a los pies de los conquistadores. Sin los cadáveres y los miembros esparcidos que observas en la llanura, donde se ha llevado a cabo sabiamente la carnicería, no habría guerra, y sin guerra no habría victoria. Ya ves que, cuando quiere uno hacerse célebre, es necesario sumergirse con gracia en los ríos de sangre alimentados por la carne de cañón. El fin justifica los medios. Para llegar a ser célebre, lo primero que hay que tener es dinero. Ahora bien, como tú no lo tienes, tendrías que asesinar para conseguirlo, pero como no eres lo bastante fuerte como para manejar el puñal, hazte ladrón, en espera de que tus miembros se desarrollen. Y para que se desarrollen más de prisa, te aconsejo que hagas gimnasia dos veces al día, una hora por la mañana y otra hora por la tarde. De este modo podrás intentar el crimen con cierto éxito, desde la edad de quince años, en lugar de esperar hasta los veinte. El amor por la gloria lo excusa todo, y acaso, más tarde, dueño de tus semejantes, puedas hacerle casi tanto bien como mal le has hecho al comienzo...
Maldoror se da cuenta de que la sangre hierve en la cabeza de su joven interlocutor; sus narices están hinchadas y sus labios arrojan una leve espuma blanca. Le toma el pulso: las pulsaciones están aceleradas. La fiebre domina su delicado cuerpo. Teme las consecuencias de sus palabras; el infeliz se separa, contrariado por no haber podido conversar durante más tiempo con ese niño. Cuando en la edad madura es tan difícil dominar las pasiones, vacilando entre el bien y el mal, ¿qué no será en un espíritu todavía colmado de inexperiencia?, ¿y qué cantidad de energía relativa no ha de necesitar cada vez más? Al niño le bastará con guardar tres días de cama. ¡Ruego al cielo para que el contacto materno lleve la paz a esa flor sensible, frágil envoltura de un alma hermosa!


Cuando una mujer con voz de soprano emite sus notas vibrantes y melodiosas, ante la audición de esa armonía humana mis ojos se colman de una llama latente y despiden chispas dolorosas, mientras en mis oídos parece resonar el tronar de los cañones. ¿De dónde puede venir esa profunda repugnancia por todo lo que se refiere al hombre? Si los acordes se desprenden de las cuerdas de un instrumento, escucho con voluptuosidad esas notas perladas que se escapan cadenciosas a través de las ondas elásticas de la atmósfera. La percepción no transmite a mi oído más que la impresión de una dulzura capaz de derretir los nervios y el pensamiento; un adormecimiento inefable envuelve con sus adormideras mágicas, como por un velo que tamiza la luz del día, la potencia activa de mis sentidos y las fuerzas vivas de mi imaginación. ¡Cuentan que nací entre los brazos de la so era! En las primeras épocas de mi infancia no oía lo que me decían. Cuando, con las más grandes dificultades consiguieron enseñarme a hablar, solamente después de haber leído en una hoja lo que alguien escribió, podía yo comunicar a mi vez el hilo de mis razonamientos. Un día, día nefasto, crecí en belleza y en inocencia, y todos admiraron la inteligencia y la bondad del divino adolescente. Muchas conciencias enrojecían cuando contemplaban los rasgos límpidos en donde el alma había colocado su trono. Se aproximaban a él con veneración, porque descubrían en sus ojos la mirada de un ángel. Pero no, yo sabía muy bien que las rosas felices de la adolescencia no podían florecer perpetuamente, trenzadas en caprichosas guirnaldas, sobre su frente modesta y noble que besaban con frenesí todas las madres. Comenzaba a aparecerme que el universo, con su bóveda estrellada de globos impasibles y molestos, no era acaso lo que yo había soñado como más grandioso. De modo que un día, cansado de marcar el paso por el sendero abrupto del viaje terrestre, y de alejarme, tambaleándome como un hombre ebrio, a través de las catacumbas oscuras de la vida, alcé con lentitud mis ojos esplénicos, rodeados de un cerco azulado, hacia la concavidad del firmamento, y me atrevía a penetrar, yo, tan joven, en los misterios del cielo. Al no encontrar lo que buscaba, levanté mis párpados asustados más arriba, aún más arriba, hasta que percibí un trono formado de excrementos humanos y de oro, sobre el cual se pavoneaba, con idiota orgullo, el cuerpo, envuelto en un sudario hecho con sábanas sin lavar de hospital, de aquel que se denominaba a sí mismo el Creador. Tenía en la mano el tronco podrido de un hombre muerto, y lo llevaba, alternativamente, de los ojos a la nariz y de la nariz a la boca; una vez en la boca, se adivina que hacía con él. Sus pies se hundían en un vasto charco de sangre en ebullición, en cuya superficie se alzaban bruscamente, como tenias a través del contenido de un orinal, dos o tres tímidas cabezas que volvían a sumergirse en seguida con la rapidez de una flecha: un puntapié bien aplicado en el hueso de la nariz era la conocida recompensa por incumplir el reglamento, dada la necesidad de respirar otro ambiente, pues, en modo alguno, esos hombres no eran peces. Anfibios, todo lo más, que nadaban entre dos aguas en ese líquido inmundo... hasta que, no teniendo ya nada en la mano, el Creador, con las dos primeras garras del pie, cogió a otro de los sumergidos por el cuello, como con unas tenazas, y lo alzó en el aire, fuera del fango rojizo, ¡exquisita salsa! Con éste hizo igual que con el otro. Le devoró primero la cabeza, las piernas y los brazos, y en último lugar el tronco, hasta que nó le quedó nada, pues roía los huesos. Y así a continuación durante las demás horas de la eternidad. Algunas veces exclamaba: «Os he creado, y por lo tanto puedo hacer con vosotros lo que quiera. No me habéis hecho nada, no digo lo contrario. Os hago sufrir por mi propio placer». Y continuaba con su comida cruel, moviendo la mandíbula inferior, la cual, a su vez, movía su barba manchada de sesos. Oh lector, este último detalle, ¿no te hace la boca agua? No come quien quiere un seso semejante, tan bueno, tan fresco y que acaba de ser pescado no hace un cuarto de hora en el lago de los peces. Con los miembros paralizados y la garganta muda contemplé durante algún tiempo ese espectáculo. Por tres veces poco faltó para que me cayera de espalda, como un hombre que sufriera una emoción demasiado fuerte; por tres veces conseguí mantenerme de pie. Ni una fibra de mi cuerpo permaneció inmóvil, pues temblaba como tiembla la lava interior de un volcán. Por fin, no pudiendo mi pecho oprimido expulsar con bastante rapidez el aire que da vida, los labios de mi boca se entreabrieron y lancé un grito... un grito tan desgarrador... ¡que yo mismo lo oí! Los obstáculos de mi oído se deshicieron de una manera brusca, el tímpano crujió por el choque de esa masa de aire sonoro expulsada con energía por mí, y se produjo un fenómeno nuevo en el órgano condenado por la naturaleza. ¡Acababa de oír un sonido! ¡Un quinto sentido se revelaba en mí! Pero ¿qué placer podría yo

Pero consolaos, humanos, de su dolorosa pérdida. Ahí está su innumerable familia que avanza y con la cual os ha liberalmente gratificado, a fin de que vuestra desesperación sea menos amarga y se halle aliviada por la agradable presencia de esos engendros agresivos, que se convertirán más tarde en magníficos píojos, adornados de una notable belleza, monstruos con aspecto de sabios. Incubó infinitas docenas de queridos huevos, con su ala maternal, en vuestros cabellos, secos por la succión encarnizada de esos temibles forasteros. En seguida viene el período en el que los huevos estallan. No temáis nada, no tardarán en crecer esos adolescentes filósofos, a través de esta vida efímera. Crecerán de tal modo que os lo harán sentir con sus garras y su succiones.
Vosotros no sabéis por qué no devoran los huesos de vuestra cabeza y sólo se contentan con extraer, con su bomba, la quintaesencia de vuestra sangre. Esperad un instante y os lo diré: porque no tienen fuerza. Estad seguros de que si su mandíbula estuviera conforme con la medida de sus ansias infinitas, el cerebro, la retina de vuestros ojos, la columna vertebral, todo vuestro cuerpo desaparecería. Sobre la cabeza de algún joven mendigo de la calle, observad, con un microscopio, a un piojo que trabaja, y ya me lo contaréis. Desgraciadamente esos bandidos de larga cabellera son pequeños. No serían buenos para ser reclutas, pues no dán la talla exigida por la ley. Pertenecen al mundo liliputiense de los paticortos, y los ciegos no vacilan en colocarlos entre los infinitamente pequeños. Desgraciado el cachalote que se batiera con un piojo. Sería devorado en un abrir y cerrar de ojos, a pesar de su talla. No quedaría ni la cola para ir a dar la noticia. El elefante se deja acariciar. El piojo no. No os aconsejo intentar esa prueba peligrosa. Tened cuidado si vuestra mano es peluda o se compone solamente de carne y huesos. No quedarán ni los dedos. Crujirán como si sufrieran la tortura. La piel desaparece como por un extraño encantamiento. Los piojos son incapaces de cometer tanto mal como su imaginación le incita. Si encontráis un piojo en vuestro camino, continuad, y no le lamáis las papilas de la lengua. Os sucedería algún incidente. Está visto. Pero no importa, estoy contento por la cantidad de mal que te hace, oh raza humana, aunque me gustaría que te hiciera todavía más.
¿Hasta cuándo conservarás el culto carcomido de ese Dios insensible a las oraciones y a las ofrendas generosas que le ofreces en holocausto expiatorio? Mira, el horrible manitú no te agradece las grandes copas de sangre y de seso que tú derramas por sus altares, piadosamente adornados con guirnaldas de flores. No te lo agradece... pues los temblores de tierra y las tempestades continúan haciendo estragos desde el comienzo de las cosas. Y sin embargo, espectáculo digno de ser observado, mientras más indiferente se muestra, más lo admiras. Se ve que desconfías de los atributos que oculta, y tu razonamiento se apoya sobre esta consideración: que sólo una divinidad de una potencia extrema puede mostrar tanto desprecio hacia los fieles que obedecen a su religión. Por eso, en cada país, existen dioses distintos -aquí el cocodrilo, allá la vendedora de amor-, pero cuando se trata de un piojo, ante este nombre sagrado, inclinando universalmente las cadenas de su esclavitud, todos los pueblos se arrodillan juntos sobre el atrio augusto, ante el pedestal del ídolo deforme y sanguinario. El pueblo que no obedeciera a sus propios instintos de arrastrarse y diera señales de rebeldía, desaparecería tarde o temprano de la tierra, como hoja de otoño, aniquilado por la venganza del Dios inexorable.
Oh piojo de pupila torcida, en tanto que los ríos viertan la pendiente de sus aguas en los abismos del mar, en tanto que los astros graviten sobre el sendero de su órbita, en tanto que el mudo vacío carezca de horizonte; en tanto que la humanidad desgarre sus propíos costados en guerras funestas, en tanto que la justicia divina vierta sus rayos vengadores sobre este globo egoísta, en tanto que el hombre desconozca a su creador y se burle de él, no sin razón, mezclando con ello su desprecio, tu reino estará asegurado sobre el universo, y tu dinastía extenderá sus anillos de siglo en siglos. Yo te saludo, sol naciente, liberador celeste, a ti, enemigo invisible del hombre. Continúa diciendo a la suciedad que se una con él en impuros abrazos, y que le jure, con promesas no escritas en el polvo, que seguirá siendo su amante fiel hasta la eternidad. Besa de vez en cuando la túnica de esa gran impúdica, en memoria de los servicios importantes que nunca deja de prestarte. Si ella no sedujera al hombre con sus pechos lascivos, es probable que tú no podrías existir, tú, el producto de ese acoplamiento razonable y consecuente. ¡Oh hijo de la suciedad!, di a tu madre que si ella no se aparta del lecho del hombre, caminando por las rutas solitarias, sola y sin apoyo, verá su existencia comprometida. Que sus entrañas, que te llevaron nueve meses entre sus perfumadas paredes, se conmuevan un instante con el pensamiento de los peligros que corre, por lo demás, su tierno fruto, tan gentil y tranquilo, pero ya frío y feroz. Suciedad, reina de los imperios, conserva para los ojos de mi odio el espectáculo del crecimiento insensible de los músculos de tu prole hambrienta. Para alcanzar ese fin, sabes que sólo tienes que unirte estrechamente al costado del hombre. Puedes hacerlo, sin que el pudor sea un inconveniente, puesto que los dos estáis casados desde hace largo tiempo.
Por mi parte, si me está permitido agregar unas palabras a este himno de glorificación, diré que he hecho construir una fosa de cuarenta leguas cuadradas, y de relativa profundidad. Ahí yace, en su inmunda virginidad, una mina viviente de piojos. Colma el fondo de la fosa, y después serpentea en anchas y densas vetas en todas direcciones. He aquí cómo he construido esta mina artificial. Arranqué un piojo hembra de los cabellos de la humanidad. Me han visto acostarme con él durante tres noches consecutivas, y luego lo arrojé a la fosa. La fecundación humana, que hubiera sido nula en otros casos parecidos, fue aceptada esta vez por la fatalidad, y, al cabo de algunos días, millares de monstruos, bullendo en un nudo compacto de materia, nacieron a la luz. Ese nudo horroroso se hizo con el tiempo cada vez más inmenso, adquiriendo la propiedad líquida del mercurio y ramificándose en numerosos ramales, que se nutren, en la actualidad, devóranse entre ellos mismos (el nacimiento es mayor que la mortalidad), cuando no le arrojo como pasto un bastardo recién nacido cuya madre desea que muera, o un brazo que consigo cortar a alguna muchacha durante la noche, gracias al cloroformo. Cada quince años, las generaciones de piojos que se nutren del hombre disminuyen de una manera notable, y ellas mismas predicen, infaliblemente, la época cercana de su completa destrucción. Pues el hombre, más inteligente que su enemigo, llega a vencerlo. Entonces, con una pala infernal que aumenta mis fuerzas, extraigo de esta mina inagotables bloques de piojos, grandes como montañas, los corto a hachazos y los trasporto, durante las noches profundas, a las arterias de las ciudades. Allí, en contacto con la temperatura humana, se disuelven como en los primeros días de su formación en las galerías tortuosas de la mina subterránea, se fraguan un lecho en la grava, y se diseminan en arroyos por las habitaciones, como espíritus nocivos. El guardián de la casa ladra sordamente, pues le parece que una legión de seres desconocidos penetra por los poros de los muros y lleva el terror a la cabecera del sueño. Quizás hayáis oído, al menos una vez que la vida, esa clase de ladridos dolorosos y prolongados. Con sus ojos impotentes trata de traspasar la oscuridad de la noche, pues su cerebro de perro no comprende nada. Ese murmullo le irrita, y se siente traicionado. Millones de enemigos se abaten así, sobre cada ciudad, como nubes de langostas. Helos ahí por quince años. Combatirán al hombre, produciéndole heridas dolorosas. Después de ese lapso de tiempo, enviaré otros. Cuando triture los bloques de materia animada, puede suceder que un fragmento sea más denso que otro. Sus átomos se esfuerzan con rabia por separar su aglomeración para ir a atormentar a la humanidad, pero la cohesión resiste en su dureza. En una suprema convulsión, engendran tal esfuerzo, que la piedra, no pudiendo dispersar sus principios vivientes, se lanza ella misma hacia la altura en el aire, como por el efecto de la pólvora, y vuelve a caer, hundiéndose profundamente en el suelo. A veces, el campesino soñador percibe un aerolito que corta verticalmente el espacio y se dirige al caer hacia un campo de maíz. No sabe de dónde viene la piedra. Vosotros tenéis ahora, clara y sucinta, la explicación del fenómeno.
Si la tierra estuviera cubierta de piojos, como de granos de arena la orilla del mar, la raza humana sería aniquilada, presa de dolores terribles. ¡Qué espectáculo! Y yo, con alas de ángel, inmóvil en el aire, para contemplarlo.



Escuchad los pensamientos de mi infancia, cuando me despertaba, humanos, con la verga roja: «Acabo de despertarme, pero mi pensamiento está todavía entumecido. Todas las mañanas siento un peso en la cabeza. Es raro que halle reposo por la noche, pues unos sueños horrorosos me atormentan en cuanto logro dormirme. De día, mi pensamiento se fatiga en meditaciones estrafalarias, mientras mis ojos vagan al azar por el espacio, y de noche no puedo dormir. ¿Cuándo es preciso entonces que duerma? Sin embargo, la naturaleza tiene necesidad de reclamar sus derechos. Como la desdeño, ella hace que mi rostro palidezca y mis ojos brillen con la llama agria de la fiebre. Por lo demás, únicamente deseo agotar mi espíritu en una reflexión continua, pero, aunque yo no lo quisiera, mis sentimientos consternados me arrastran invenciblemente hacia esa pendiente. He advertido que los demás niños son como yo, aunque todavía más pálidos, y sus cejas están fruncidas, como las de los hombres, nuestros mayores. Oh Creador del universo, no dejaré de ofrecerte esta mañana el incienso de mi oración infantil. A veces la olvido, y he observado que, esos días me siento más feliz que de ordinario; mi pecho se ensancha, libre de toda sujeción, y respiro más fácilmente el aire perfumado de los campos; por el contrario, cuando cumplo con el penoso deber, ordenado por mis padres, de dirigirte cotidianamente un cántico de alabanza, acompañado del tedio inseparable que me causa su laboriosa invención, entonces estoy triste e irrido todo el día, porque no me parece lógico y natural decir lo que no pienso, y busco el retiro de las inmensas soledades. Si les pido la explicación de ese extraño estado de mi alma, no me contestan. Quisiera amarte y adorarte, pero tú eres demasiado poderoso, y hay temor en mis himnos. Si con una sola manifestación de tu pensamiento puedes destruir o crear mundo, mis débiles oraciones no te serán útiles; si cuando te place envías el cólera para devastar las ciudades, o la muerte para llevar en sus garras, sin ninguna distinción, las cuatro edades de la vida, no quiero unirme con un amigo tan temible. No es que el odio conduzca el hilo de mis pensamientos, sino que tengo miedo, por el contrario de tu propio odio, que, por una orden caprichosa, puede salir de tu corazón y.hacerse enorme, como la envergadura del cóndor de los Andes. Tus equívocas diversiones no están a mi alcance, y probablemente sería yo la primera víctima. Tú eres el Todopoderoso, no te discuto el título, puesto que tú solo tienes derecho a llevarlo y porque tus deseos, de consecuencias funestas o felices, sólo en ti tienen término. He ahí por qué precisamente me sería doloroso marchar al lado de tu cruel túnica de zafiro, sin ser tu esclavo, aunque pudiendo serlo de un momento a otro. Es verdad que cuando desciendas en ti mismo, para escrutar tu conducta soberana, si el fantasma de una injusticia pasada, cometida contra esa desgraciada humanidad que siempre te ha obedecido, como tu amiga más fiel, yergue ante ti las vértebras inmóviles de una espina dorsal vengadora, tu ojo huraño deja caer la lágrima aterrada del remordimiento tardío, y entonces, con los cabellos erizados, tú mismo crees tomar sinceramente la resolución de suspender para siempre, en las malezas de la nada, los juegos inconcebibles de tu imaginación de tigre, que sería grotesca si no fuera lamentable; pero también sé que la constancia no ha clavado en tus huesos, como una médula tenaz, el arpón de su morada eterna, y que caes a menudo, tú y tus pensamientos, recubiertos por la lepra negra del error, en el lago fúnebre de las sombrías maldiciones. Quiero creer que éstas son inconscientes (aunque por ello no ocultan menos su veneno fatal), y que el bien y el mal, unidos los dos, se derraman en saltos impetuosos de tu real pecho gangrenado, como el torrente de las rocas, por el encanto secreto de una fuerza ciega; pero nada me sirve de prueba. He visto demasiado a menudo tus dientes inmundos rechinar de rabia, y tu augusto rostro, recubierto por el musgo de los tiempos, enrojecer como el carbón encendido, a causa de cualquier futilidad microscópica que los hombres habían cometido, para poder detenerme por más tiempo delante del poste indicador de esa hipótesis bonachona. Todos los días, con las manos unidas, elevaré hacia ti los acentos de mi humilde oración, puesto que es preciso, pero, te lo suplico, que tu providencia no piense en mí, déjame a un lado, como el gusanillo que se arrastra bajo tierra. Debes saber que antes preferiría alimentarme con avidez de las plantas marinas de las islas salvajes y desconocidas, que las olas tropicales arrastran en su seno espumoso en medio de esos parajes, que saber que me observas e introduces en mi conciencia tu sarcástico escalpelo. Ella acaba de revelarte la totalidad de mis pensamientos, y espero que tu prudencia aplauda fácilmente el buen

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¡Desde ahora ya no estaría solo en la vida!... ¡Ella tenía las mismas ideas que yo!... ¡Estaba frente a mi primer amor!

Hay horas en la vida en que hombre de la cabellera piojosa lanza, con los ojos fijos, miradas salvajes sobre las membranas verdes del espacio, pues le parece oír ante silos irónicos abucheos de un fantasma. Mueve y baja la cabeza: lo que ha oído es la voz de la conciencia. Entonces sale de la casa con la velocidad de un loco, toma la primera dirección que se ofrece a su estupor, y devora las llanuras rugosas del campo. Pero el fantasma amarillo no le pierde de vista y lo persigue con la misma velocidad. Algunas veces, en una noche de tormenta, mientras legiones de pulpos alados, que desde lejos se parecen a cuervos, planean por encima de las nubes, dirigiéndose con inflexible remada hacia las ciudades de los hombres, con la misión de advertirles que cambien de conducta, el guijarro de mirada sombría ve pasar, uno tras otro, dos seres entre el resplandor del relámpago, y, enjugando una furtiva lágrima de compasión que se desliza de su párpado helado, exclama: «Ciertamente, lo merece, es de justicia». Después de haber dicho esto, recobra su actitud feroz, y continúa mirando, con un temblor nervioso, la caza del hombre, y los grandes labios de la vagina sombría, de donde se desprenden sin cesar, como un río, inmensos espermatozoides tenebrosos que toman su ímpetu en el éter lúgubre, escondiendo, con el vasto despliegue de sus alas de murciélago, la naturaleza entera, y las legiones solitarias de pulpos que se han vuelto taciturnos ante el aspecto de esas fulguraciones sordas e inexpresables. Pero durante ese tiempo el steeplechase continúa entre los dos infatigables corredores, y el fantasma arroja por su boca torrentes de fuego sobre la espalda calcinada del antílope humano. Si, en el cumplimento de ese deber, encuentra en el camino a la piedad que quiere cerrarle el paso, cede a sus súplicas con repugnancia, y deja que el hombre se escape. El fantasma hace chasquear su lengua, como para decirse a sí mismo que va a dejar la persecusión, y regresa a su pocilga hasta nueva orden. Su voz de condenado se extiende hasta el interior de los lechos más lejanos del espacio, y cuando su aullido espantoso penetra en el corazón humano, éste preferiría tener, se dice, a la muerte por madre antes que al remordimiento por hijo. Hunde la cabeza hasta los hombros en la complicaciones


Es hora de poner freno a mi inspiración y de que me detenga un instante en mi camino, como cuando se contempla la vagina de una mujer; es bueno examinar el espacio recorrido, para a continuación, con los miembros descansados, dar un salto impetuoso. Dar un giro sin tomar aliento no es fácil, pues las alas se cansan mucho, en un vuelo elevado, sin esperanza y sin remordimiento. No... no conduzcamos a más profundidad la huraña jauría de las piochas y las exploraciones a través de las minas explosivas de este canto impío. El cocodrilo no cambiará una palabra del vómito salido del interior de su cráneo. Tanto peor, si alguna sombra furtiva, estimulada por el loable fin de vengar a la humanidad, injustamente atacada por mi, abre subrepticiamente la puerta de mi cuarto, y, rozando la pared como el ala de una gaviota, hunde su puñal en las costillas del saqueador de despojos celestiales. Lo mismo da que la arcilla disuelva sus átomos de esa manera que de otra.
CANTO TERCERO
RECORDEMOS los nombres de esos seres imaginarios, de naturaleza angelical, que mi pluma, durante el segundo canto, ha extraído de un cerebro que brilla con un fulgor emanado de ellos mismos. Mueren, desde su nacimiento, como esas chispas que, por su rápida desaparición, el ojo apenas puede seguir sobre el papel ardiendo. ¡ Leman!... ¡ Lohengrin!... ¡ Lombano!
¡Holzer!... Aparecisteis un momento, recubiertos por las insignias de la juventud, en mi horizonte encantado, pero os dejé caer en el caos, como campanas de buzo. No saldréis más. Me basta con haber conservado vuestro recuerdo, pero tenéis que dejar el sitio a otras sustancias, acaso menos bellas, que dará a luz el desbordamiento tormentoso de un amor que ha resuelto no calmar su sed junto a la raza humana. Amor ávido que se devoraría a sí mismo si no buscara su alimento en las ficciones celestiales: creando, a la larga, una pirámide de serafines, más numerosos que los gérmenes que hormiguean en una gota de agua, para entrelazarlos en una elipse que hará arremolinar a su alrededor. Durante ese tiempo, el viajero, detenido frente al espectáculo de una catarata, si alza el rostro, verá, en la lejanía, a un ser humano arrastrado hacia la caverna del infierno por una guirnalda de camelias vivas. Pero... ¡silencio!,la imagen flotante del quinto ideal, se dibuja lentamente, como los indecisos repliegues de una aurora boreal, sobre el plano vaporoso de mi inteligencia y toma una consistencia cada vez más determinada... Mario y yo íbamos por la orilla de la costa.
Nuestros caballos, con los cuellos estirados, hendían las membranas del espacio y arrancaban chispas a los guijarros de la playa. El cierzo, que nos golpeaba en pleno rostro, se metía en nuestros mantos y hacía voltear hacia atrás los cabellos de nuestras cabezas gemelas. La gaviota, con sus gritos y sus aletazos, se esforzaba en vano por advertirnos de la posible proximidad de la tempestad, y exclamaba: «¿Adónde van con ese galope insensato?» No decíamos nada; sumergidos en el sueño, nos dejábamos llevar en alas de esa carrera furiosa; el pescador, al vernos pasar, veloces como el albatros, y creyendo percibir, huyendo ante él, a los dos hermanos misteriosos, como se les llamaba porque estaban siempre juntos, se apresuraba a persignarse, y se escondía, con su perro paralítico, bajo alguna roca profunda. Los habitantes de la costa habían oído contar cosas extrañas de estos dos personajes, que aparecían sobre la tierra, en medio de las grandes nubes, en las épocas de grandes calamidades, cuando una guerra horrorosa amenazaba plantar su arpón en el pecho de dos países enemigos, o cuando el cólera se disponía a lanzar con su honda la podredumbre y la muerte sobre ciudades enteras. Los más viejos saqueadores de restos de naufragios fruncían el ceño con aire grave, afirmando que los dos fantasmas, de quienes habían observado la vasta envergadura de sus alas negras, durante los huracanes, por encima de los bancos de arena y de los escollos, eran el genio de la tierra y el genio del mar que paseaban su majestad en medio de los aires, durante las grandes revoluciones de la naturaleza, unidos por una amistad eterna cuya rareza y gloria ha engendrado el asombro de la cadena indefinida de las generaciones. Se decía que, volando uno al lado del otro como dos cóndores de los Andes, les gustaba planear, en circulos concéntricos, entre las capas de la atmósfera más próximas al sol, que se nutrían en esos parajes de las más puras esencias de la luz, y que sólo se decidían de mala gana a cambiar la inclinación de su vuelo vertical hacia la órbita aterrorizada en donde gira el globo humano en su delirio, habitado por espíritus crueles que se matan entre ellos en los campos donde ruge la batalla (cuando no se matan pérfidamente, en secreto, en el centro de las ciudades, con el puñal del odio y de la ambición), y que se alimentan de seres llenos de vida como ellos, colocados algunos grados más bajo en la escala de la existencia. O bien, cuando tomaban la firme resolución, a fin de animar a los hombres al arrepentimiento por las estrofas de sus profecías, de nadar,


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Un farol rojo, bandera del vicio, suspendido del extremo de un listón, balanceaba su armadura, azotada por todos los vientos, sobre una puerta maciza y carcomida. Un corredor sucio, que olía a nalga humana, daba sobre un patio, donde algunos gallos y gallinas, más flacos que sus propias alas, buscaban su comida. Sobre el muro que servía de cerco al patio, en el lado oeste, se había practicado pacientemente diversas aberturas, cerradas por ventanillas enrejadas. El musgo recubría ese cuerpo de edificio que, sin duda, había sido un convento y servia en la hora actual, con el resto del caserón, como vivienda de todas esas mujeres que muestran día a día, a los que entran, el interior de su vagina, a cambio de un poco de dinero. Yo estaba sobre un puente cuyos pilares se hundían en el agua fangosa de un foso circular. Desde su superficie elevada, contemplaba aquella construcción agobiada por la vejez en medio del campo y los más pequeños detalles de su arquitectura interior. A veces, la reja de la ventanilla se alzaba rechinando, como por el impulso ascendente de una mano que violentaba la naturaleza del hierro: un hombre asomaba la cabeza por la abertura despejada a medias, sacaba sus hombros, sobre los que caía el yeso desconchado, y, tras esa extracción, hacía salir su cuerpo cubierto de telarañas. Poniendo sus manos como una corona sobre las inmundicias de toda clase que comprimían el suelo con su peso, mientras tenía aún una pierna enganchada en los hierros retorcidos de la reja, recobraba su posición natural e iba a mojar sus manos en un balde rojo, cuya agua jabonosa había visto levantarse y caer a generaciones enteras, para alejarse después lo más aprisa posible de esas callejuelas de suburbio e ir a respirar el aire puro en el centro de la ciudad. Cuando el cliente había salido, una mujer completamente desnuda salía a su vez de la misma manera y se dirigía hacia el mismo balde. Entonces, los gallos y gallinas acudían a bandadas desde diversos puntos del patio, atraídos por el olor seminal, la tiraban al suelo, a pesar de sus vigorosos esfuerzos, pisoteaban la superficie de su cuerpo como un estercolero, y despedazaban a picotazos, hasta hacer brotar sangre, los labios fláccidos de su hinchada vagina. Las gallinas y los gallos, con el buche saciado, volvían a escarbar en la hierba del patio; la mujer, ya limpia, se levantaba, temblorosa, cubierta de heridas, como el que se despierta de una pesadilla. Dejaba caer el estropajo que había llevado para enjuagar sus piernas, y no teniendo ya necesidad del balde común, se volvía a su guardia de la misma manera que había salido, a la espera de otro cliente. ¡Ante ese espectáculo yo también quise penetrar en la casa! Iba a descender del puente cuando vi en la cornisa de un pilar esta inscripción en caracteres hebreos: «Tú, que pasas por este puente, no vayas a ese lugar. El crimen y el vicio tienen en él su morada. Un día en vano esperaron sus amigos a un muchacho que había franqueado la puerta fatal». La curiosidad se impuso sobre el temor, y al cabo de unos instantes llegué ante la ventanilla cuya reja poseía unos sólidos barrotes que se entrecruzaban estrechamente. Quise mirar al interior a través de este espeso tamiz. Al principio no pude ver nada, pero no tardé en distinguir los objetos que había en la habitación oscura, gracias a los rayos del sol que aminoraba su luz, pues pronto iba a desaparecer por el horizonte. La primera y única cosa que atrajo mi vista fue un bastón rubio, compuesto de cuernos que penetraban unos en otros. ¡Ese bastón se movía! ¡Andaba por la habitación! Sus sacudidas eran tan fuertes que el piso temblaba, y con sus dos extremos producía enormes boquetes en la pared, a semejanza de un ariete que se lanza contra la puerta de una ciudad sitiada. Sus esfuerzos eran inútiles, los muros estaba construidos con piedra tallada, y, cuando chocaba con la pared, lo veía encorvarse como una lámina de acero y rebotar como una pelota. ¡Ese bastón no era por lo tanto de madera! Noté a continuación que se enrollaba y se desenrollaba con facilidad, lo mismo que una anguila. Aunque tenía la altura de un hombre no se mantenía erguido. A veces lo intentaba y mostraba uno de sus extremos delante de la reja de la ventanilla. Daba imperiosos saltos y volvía a caer en tierra sin que pudiera vencer el obstáculo. Me puse a mirarlo cada vez con mayor atención y vi que era ¡ un cabello! Tras una gran lucha con la materia que lo rodeaba como una cárcel, fue a apoyarse en la cama que había en la habitación, con la raíz descansando sobre una alfombra y la punta adosada a la cabecera. Después de algunos instantes de silencio, durante los cuales oí unos sollozos entrecortados, alzó la voz y dijo así: «Mi dueño me ha olvidado en esta habitación y no viene a buscarme. Se levantó de esta cama en la que estoy apoyado, se peinó la perfumada cabellera y no se acordó más de que yo había caído al suelo. Sin embargo, si me hubiera recogido, yo no habría encontrado extraño ese sencillo acto de justicia. Me abandonó en esta habitación emparedada, después de haberse envuelto en los brazos de una mujer. ¡Y qué mujer! Las sábanas están todavía húmedas de su cálido contacto y conservan en su desorden la huella de una noche de amor...» ¡Y yo me preguntaba quién podría ser su dueño! ¡Y mis ojos se pegaban a la reja cada vez con más energía!... «Mientras la

CANTO CUARTO
Es un hombre o una piedra o un árbol el que va a comenzar el cuarto canto. Cuando el pie resbala sobre una rana, se tiene una sensación de repugnancia, pero cuando se roza apenas el cuerpo humano con la mano, la piel de los dedos se agrieta, como las escamas de un bloque de mica que se rompe a martillazos; y lo mismo que el corazón de un tiburón que ha muerto hace una hora palpita todavía con tenaz vitalidad sobre el puente, lo mismo nuestras entrañas se agitan en su totalidad mucho tiempo después del contacto. ¡Tanto horror le inspira el hombre a sus propios semejantes! Puede ser que al decir esto me equivoque, pero puede ser también que diga la verdad. Conozco, concibo una enfermedad más terrible que los ojos hinchados por largas meditaciones sobre el extraño carácter del hombre, pero aunque la busco todavía... ¡no he podido encontrarla! No me creo menos inteligente que otros, y sin embargo, ¿quién se atrevería a afirmar que he acertado en mis investigaciones? ¡Qué mentira saldra de su boca! El antiguo templo de Denderah está situado a hora y media de la orilla izquierda del Nilo. Hoy innumerables talanges de avispas se han apropiado de las atarjeas y de las cornisas. Revolotean alrededor de las columnas como densas ondas de una negra cabellera. Unicos habitantes del frío pórtico, vigilan la entrada de los vestíbulos, tal un derecho hereditario. Comparo el bordoneo de sus alas metálicas con el choque incesante de los témpanos que se precipitan unos contra otros durante el deshielo de los mares polares.



De esta manera ocurre que la inclinación de nuestro espíritu a la farsa toma por una agudeza lo que no es la mayor parte de las veces, en el pensamiento del autor, más que una verdad importante proclamada majestuosamente. ¡Oh, ese filósofo insensato que estalla de risa al ver un asno comiéndose un higo! No invento nada: los libros antiguos han contado, con los más amplios detalles, ese voluntario y vergonzoso despojo de la nobleza humana. Yo no sé reír. Jamás he podido reír, aunque algunas veces he intentado hacerlo. Es muy difícil aprender a reír. O más bien, creo que un sentimiento de repugnancia a esa monstruosidad forma una marca esencial de mi carácter. Pues bien, he sido testigo de algo más fuerte: ¡he visto a un higo comerse a un asno! Y, sin embargo, no me he reído; francamente, ninguna parte de mi boca se ha movido. La necesidad de llorar se apoderó de mí con tanta fuerza que mis ojos dejaron caer una lágrima. «¡Naturaleza, naturaleza!», exclamaba yo sollozando, «¡el gavilán desgarra al gorrión, el higo se come al asno y la tenia devora al hombre!» Sin tomar la resolución de ir más lejos, me pregunto a mí mismo si he hablado ya de la manera de cómo se matan las moscas. Sí, ¿no es cierto? ¡ No es menos cierto que no he hablado de la destrucción de los rinocerontes! Si algunos amigos pretendiesen lo contrario, no les escucharía, y recordaría que la alabanza y la adulación son dos grandes obstáculos. Sin embargo, a fin de contentar en lo posible a mi conciencia, no puedo negarme ahacer notar que esta disertación sobre el rinoceronte me arrastraría fuera de las fronteras de la paciencia y de la sangre fría, y, por otro lado, desanimaría probablemente (tengamos incluso la audacia de decir ciertamente) a las generaciones presentes. ¡No haber hablado del rinoceronte después de la mosca! Por lo menos, como excusa mediana, debería haber mencionado rápidamente (¡y no lo he hecho!) esa omisión no premeditada que no asombrará a aquellos que han estudiado a fondo las contradicciones reales e inexplicables que habitan en los lóbulos del cerebro humano. Nada es indigno para una inteligencia grande y sencilla: el más mínimo fenómeno de la naturaleza, si en él hay misterio, se convertirá para el sabio en inagotable materia de reflexión. Si alguien ve a un asno comerse un higo o a un higo comerse a un asno (estas dos circunstancias no se presentan a menudo, a no ser en poesía), ¡estad seguros que después de haber reflexionado dos o tres minutos, para saber qué conducta adoptar, abandonará el sendero de la virtud y se pondrá a reír como un gallo! Además, no está completamente probado que los gallos abran expresamente el pico para imitar al hombre y hacer una mueca atormentada. ¡Llamo mueca en las aves a lo que lleva el mismo nombre que en los humanos! El gallo no escapa a su naturaleza, menos por incapacidad que por orgullo. Enseñadles a leer y se sublevarán. ¡No es un loro quien se extasiaría así ante su debilidad, ignorante o imperdonable! ¡ Oh execrable envilecimiento!, ¡cómo se asemeja uno a la cabra cuando ríe! La serenidad de la frente ha desaparecido para hacer espacio a dos enormes ojos de pez que (¿no es deplorable?)... que... que se ponen a brillar como faros. A menudo, cuando se me ocurre anunciar, con solemnidad, las proposiciones más bufonescas... no encuentro que eso se convierta en un motivo perentoriamente suficiente como para ensanchar la boca. No puedo contener la risa, me responderéis, y acepto esa explicación absurda, en tanto sea una risa melancólica. Reíd, pero llorad al mismo tiempo. Si no podéis llorar con los ojos, llorad con la boca. Y si es todavía imposible, orinad, pues he advertido que un líquido cualquiera es aquí necesario para atenuar la sequía que lleva en sus flancos la risa, de rasgos hendidos hacia atrás. En cuanto a mi, no me dejaré desconcertar por los ridículos cloqueos y los originales mugidos de quienes encuentran siempre algo que rechazar en un carácter que no se asemeja a ellos, porque es una de las innumerables modificaciones intelectuales que Dios, sin apartarse de un tipo primordial, creó para gobernar el armazón óseo. Hasta nuestros tiempos, la poesía hizo una falsa ruta; elevándose hasta el cielo o arrastrándose por la tierra, ha desconocido los principios de su existencia, y ha sido no sin razón, constantemente encanecida por la gente honesta. No ha sido humilde... ¡la más bella cualidad que debe existir en un ser imperfecto! ¡Yo quiero mostrar mis cualidades, pero no soy lo bastante hipócrita para ocultar mis vicios! La risa, el mal, el orgullo la locura, aparecerán, alternativamente, con la sensibilidad y el amor a la justicia, y servirán de ejemplo a la estupefacción humana: cada uno se reconocerá, no tal como debería ser, sino tal como es. Y quizás esa sencilla idea, concebida por mi imaginación, sobrepase sin embargo todo lo que la poesía ha encontrado hasta ahora de más grandioso y sagrado. Pues si dejo a mis vicios transpirar en estas páginas, se creerá más en las virtudes que hago resplandecer, y cuya aureola colocaré a tanta altura que los más grandes genios del futuro me testimoniarán un sincero reconocimiento. Así, pues, la hipocresía será expulsada sin titubeos de mi morada. En mis cantos existirá una imponente prueba de fortaleza, al despreciar de esa manera las opiniones aceptadas. El canta para él solo, y no para sus semejantes. El no coloca la medida de su inspiración en la balanza humana. Libre como la tempestad, ha venido a encallar, un día, en las playas indómitas de su terrible voluntad. ¡No teme a nada, sino a si mismo! En sus combates sobrenaturales, atacará con ventaja al hombre y al Creador, como cuando el pez espada hunde su estoque en el vientre de la ballena: ¡maldito sea, por sus hijos y por mi mano descarnada, aquel que persiste en no comprender los canguros implacables de la risa y los piojos audaces de la caricatura!
Dos torres enormes se percibían en el valle, ya lo dije al principio. Multiplicándolas por dos, el producto era cuatro... pero yo no distinguía bien la necesidad de esa operación aritmética. Continué mi camino, con fiebre en el rostro, y exclamé sin cesar: «¡No... no... no distingo muy bien la necesidad de esa operación aritmética!» Había oído un rechinar de cadenas y unos gemidos dolorosos. ¡Que nadie, cuando pase por estos lugares, encuentre posible multiplicar las torres por dos para que el producto sea cuatro! Algunos sospechan que amo a la humanidad como si yo fuera su propia madre y la hubiese llevado nueve meses en mis perfumadas entrañas; ¡por eso no volveré a pasar más por el valle donde se alzan las dos unidades del multiplicando!


Soy sucio. Los piojos me corroen. Los cerdos cuando me miran vomitan. Las costras y las escaras de la lepra han descamado mi piel, cubierta de pus amarillento. No conozco el agua de los rios ni el rocío de las nubes. En mi nuca, como en un estercolero, crece un enorme hongo, de pedúnculos umbelíferos. Sentado en un mueble deforme, no he movido mis miembros desde hace cuatro siglos. Mis pies han echado raíces en el suelo, y componen, hasta la altura de mi vientre, una especie de vegetación vivaz, llena de innobles parásitos, que no deriva aún de la planta, y tampoco es ya carne. Sin embargo mi corazón late. Pero ¿cómo latiría si la podredumbre y las exhalaciones de mi cadáver (no me atrevo a decir cuerpo) no lo nutrieran abundantemente? Bajo mi axila izquierda una familia de sapos ha fijado su residencia, y, cuando uno de ellos se mueve, me hace cosquillas. Tened cuidado de que no se escape uno y vaya a arañar con su boca el interior de vuestro oído: sería capaz de penetrar a continuación en vuestro cerebro. Bajo mi axila derecha hay un camaleón que les da caza perpetuamente para no morirse de hambre: es preciso que cada uno viva. Pero cuando una parte hace que fracase la astucia de la otra, al no encontrar nada mejor con que molestarse, chupan la grasa delicada que recubre mis costillas: ya estoy acostumbrado. Una víbora perversa ha devorado mi verga y ha ocupado su lugar: la infame me ha convertido en un eunuco. Oh, si hubiera podido defenderme con mis brazos paralíticos; aunque creo más bien que se han transformado en dos leños. Sea lo que sea, lo que importa es constatar que la sangre ya no llega hasta ellos para pasear su rubor. Dos pequeños erizos, que no crecen más, arrojaron a un perro, que no lo rechazó, el interior de mis testículos: lavada cuidadosamente la epidermis, ellos se alojaron dentro. El ano ha sido obstruido por un cangrejo; animado por mi inercia, custodia la entrada con sus pinzas y me hace mucho daño. Dos medusas atravesaron los mares, súbitamente atraídas por una esperanza que no les ha defraudado. Examinaron con cuidado las dos partes carnosas que forman el trasero humano, y, asiéndose con fuerza a su contorno convexo, las han aplastado de tal forma por medio de una presión constante, que los dos trozos de carne han desaparecido, quedando dos monstruos surgidos del reino de la viscosidad, iguales en color, forma y ferocidad. ¡ De mi columna vértebral no habléis, pues es una espada! Sí, si... no le prestaba atención... vuestra demanda es justa. ¿Deseáis saber, no es cierto, cómo se encuentra implantada verticalmente entre mis riñones? Yo mismo no lo recuerdo muy bien; sin embargo, si me decido a tomar por un recuerdo lo que acaso no es más que un sueño, sabed que el hombre, cuando supo que yo había hecho votos de vivir enfermo e inmóvil hasta haber vencido al Creador, caminó detrás de mi, de puntillas, pero no tan suavemente como para que yo no lo oyese. Después no percibía nada durante un breve instante. El agudo estoque se hundió hasta la empeñadura entre las paletillas del toro de la fiesta, y su osamenta se estremeció lo mismo que un temblor de tierra. La hoja quedó adherida tan fuertemente al cuerpo que nadie, hasta ahora, ha podido extraería. Los atletas, los mecánicos, los filósofos, los médicos han intentado sucesivamente los procedimientos más diversos. ¡ No sabían que el daño que hace el hombre no puede deshacerse! Les perdoné la profundidad de su innata ignorancia y les saludé con mis párpados. Viajero, cuando pases cerca de mí, no me dirijas, te lo ruego, ni una palabra de consuelo: debilitarías mi audacia. Déjame avivar mi tenacidad en la llama del martirio voluntario. Vete... que no te inspire ninguna piedad. El odio es más altivo de lo que crees; su conducta es inexplicable, como la aparente quebradura de un bastón sumergido en el agua. Tal como me ves, yo puedo hacer todavía excursiones hasta las murallas del cielo, a la cabeza de una legión de asesinos, y regresar para adquirir esta postura y meditar de nuevo sobre los nobles proyectos de la venganza. Adiós, no te retendré por más tiempo, y, para instruirte y preservarte, reflexiona en la suerte fatal que me ha conducido a la rebeldía, cuando acaso yo había nacido siendo bueno. Contarás a tu hijo lo que has visto, y, tomándolo de la mano, hazle admirar la belleza de las estrellas y las maravillas del universo, el nido del petirrojo y los templos del Señor. Te extrañarás de verlo tan dócil a los consejos de la paternidad, y lo recompensarás con una sonrisa. Pero, cuando él crea que no es observado, échale una mirada, y lo verás escupir su baba sobre la virtud; te ha engañado el que es descendiente de la raza humana, pero no te engañará más: tú sabrás en adelante lo que llegará a ser. Oh padre infortunado, prepara, para acompañar los pasos de tu vejez, el cadalso indeleble que cortará la cabeza de un criminal precoz, y el dolor que te mostrará el camino que conduce a la tumba.


Me había dormido en el acantilado. Aquel que durante todo el día persiguió al avestruz a través del desierto, sin poderle alcanzar, no tuvo tiempo de tomar alimento ni de cerrar los ojos. Si es él quien me lee, será capaz de adivinar, con exactitud, qué sueño hizo hincapié en mí. Pero cuando la tempestad empuja verticalmente un barco, con la palma de la mano, hasta el fondo del mar, y, sobre la balsa, no queda más que un hombre de toda la tripulación, agotado por la fatiga y las privaciones de toda clase; si el oleaje lo bambolea, como un despojo, durante horas más prolongadas que la vida humana; y, si una fragata, que surca más tarde esos parajes de desolación con el casco partido, percibe al desgraciado que pasea por el océano su osamenta descarnada, y le presta un socorro que ha faltado poco para ser tardío, creo que ese náufrago adivinará mejor aún a qué grado llegó el adormecimiento de mis sentidos. El magnetismo y el cloroformo, cuando se toman la pena, saben a veces engendrar semejantes catalepsias letárgicas. No tienen ningún parecido con la muerte: sería una gran mentira decirlo. Pero vayamos en seguida al sueño, a fin de que los impacientes, hambrientos de esta clase de lecturas, no se pongan a rugir, como un banco de cachalotes macrocéfalos que combaten entre sí por una hembra preñada. Yo soñaba que había penetrado en el cuerpo de un cerdo, que no me resultaba fácil salir de él, y que revolcaba mi pelo en los pantanos más fangosos. ¿Era como una recompensa? ¡Objeto de mis deseos, ya no pertencia a la humanidad! En ese sentido hice la interpretación, y sentí una alegría mucho más que profunda. Sin embargo, yo buscaba diligentemente qué acto de virtud había realizado para merecer, por parte de la Providencia, este insigne favor. Ahora que he repasado en mi memoria las diversas fases de aquel aplanamiento espantoso contra el vientre de granito, durante el cual la marea, sin que yo lo advirtiera, pasó dos veces sobre aquella mezcla irreductible de materia muerta y de carne viva, no carece tal vez de utilidad proclamar que esa degradación sólo fue, probablemente, un castigo que me impuso la justicia divina. Pero ¿quién conoce sus necesidades intimas o la causa de sus pestilenciales alegrías? La metamorfosis no pareció nunca a mis ojos sino como el alto y magnánimo estruendo de una dicha perfecta, que esperaba desde hacia mucho tiempo. ¡Al fin había llegado el día en que era un cerdo! Probaba mis dientes en la corteza de los árboles y contemplaba a mi hocico con delicadeza. No quedaba ya en mí la más minima partícula de divinidad: supe elevar mi alma hasta la excelsa altura de esa inefable voluptuosidad. Escuchadme, pues, y no os avergonzéis, inagotables caricaturas de lo bello, que tomáis en serio el risible rebuzno de vuestra alma, soberanamente despreciable, y que no comprendéis por qué el Todopoderoso, en un extraño momento de excelente bufonería, que por cierto no alcanza a las grandes leyes generales de lo grotesco; se dio un día el mirífico placer de que un planeta sea habitado por seres singulares y microscópicos, a los que se llama humanos, y cuya materia es semejante a la del coral bermejo. En verdad tenéis razón para avergonzáos, hueso y grasa, pero escuchadme. No invoco a vuestra inteligencia, pues le haríais vomitar sangre por el horror que os testimonia: olvidadla, y sed consecuentes con vosotros mismos... Vamos, basta ya de apuros. Cuando quería matar, mataba, lo cual me sucedía a menudo, y nadie me lo impedía. Las leyes humanas me perseguían con su venganza, aunque yo atacase a la raza que había abandonado tan tranquilamente; pero mi conciencia no me hacía ningún reproche. Durante la jornada yo me batía con mis nuevos semejantes, y el suelo quedaba sembrado de numerosas capas de sangre coagulada. Yo era el más fuerte y conseguía todas las victorias. Heridas penetrantes cubrían mi cuerpo, aunque aparentaba no darme cuenta. Los animales terrestres se alejaban de mí, y me quedé solo en medio de mi resplandeciente grandeza. ¡Cuál no sería mi asombro, cuando, tras haber atravesado un río a nado, para alejarme de las comarcas que mi cólera había despoblado, y alcanzar otros campos para implantar en ellos mis costumbres de asesinato y matanza, intenté caminar por esa florida ribera! Mis pies estaban paralizados; ningún movimiento llegaba a traicionar la verdad de esa inmovilidad forzada. En medio de esfuerzos sobrenaturales para continuar mi camino, me desperté, y sentí que volvía a ser hombre. La Providencia me hacia así comprender, de una manera que no es inexplicable, que ella no quería que, ni siquiera en sueños, mis proyectos sublimes se cumplieran. Regresar a mi forma primitiva supuso para mí un dolor tan grande que por las noches lloro todavía. Mis sábanas están constantemente mojadas, como si las hubiera metido en agua, y todos los días necesito cambiarlas. Si no lo creéis, venid a verme, y controlaréis, con vuestra propia experiencia, no la verosimilitud, sino, además, la verdad misma de mi aserción. ¡Cuántas veces, después de aquella noche pasada al raso en un acantilado, me he mezclado con piaras de cerdos para recobrar, como un derecho, mi metamorfosis destruida! Ya es hora de abandonar esos gloriosos recuerdos que sólo dejan tras sí la pálida vía láctea de los eternos lamentos.


Todas las noches, sumergiendo la envergadura de mis alas en mi memoria agonizante, evocaba el recuerdo de Falmer... todas las noches. Sus cabellos rubios, su rostro oval, sus rasgos majestuosos estaban aún impresos en mi imaginación... indestructiblemente... sobre todo sus cabellos rubios. Alejad, alejad por tanto esa cabeza sin cabellera, lisa como el caparazón de la tortuga. El tenía catorce años, y yo sólo tenía un año más. Que se calle esa lúgubre voz. ¿Por qué viene a denunciarme? Pero soy yo mismo quien habla. Sirviéndome de mi propia lengua para emitir mi pensamiento, compruebo que mis labios se mueven y que soy yo mismo quien habla. Y soy yo mismo quien está relatando una historia de mi propia juventud y sintiendo el remordimiento penetrar en mi corazón... soy yo mismo, a menos que me engañe... soy yo mismo quien habla. Yo sólo tenía un año más. ¿Quién es ése al que hago alusión? Es un amigo que tenía en los tiempos pasados, creo. Sí, sí, ya he dicho cómo se llama... No quiero deletrear de nuevo esas seis letras, no, no. Tampoco es útil repetir que yo tenía un año más. ¿Quién lo sabe? Repitámoslo, sin embargo, pero con un penoso murmullo: yo sólo tenía un año más. Aún entonces, la preeminencia de mi fuerza física era más un motivo para sostener, a través del rudo sendero de la vida, a aquel que se había entregado a mi, que para maltratar a un ser visiblemente más débil. Pues, en efecto, creo que era más débil... Incluso entonces. Es un amigo que tuve en los tiempos pasados, creo. La preeminencia de mi fuerza física... cada noche... Sobre todo sus cabellos rubios. Existe más de un ser humano que ha visto cabezas calvas: la vejez, la enfermedad, el dolor (los tres juntos o separados), explican ese fenómeno negativo de una manera satisfactoria. Tal es, al menos, la respuesta que me daría un sabio, si le preguntara sobre el asunto. La vejez, la enfermedad, el dolor. Pero no ignoro (yo también soy un sabio) que un día, porque había detenido mi mano en el momento en que levantaba mi puñal para clavarlo en el seno de una mujer, lo cogí por los cabellos con brazo de hierro y lo hice girar en el aíre con tal velocidad que su cabellera se quedó en mi mano, y su cuerpo, lanzado por la fuerza centrífuga, fue a estrellarse contra el tronco de un roble... No ignoro que un día su cabellera se quedó en mi mano. Yo también soy un sabio. Sí, sí, ya he dicho cómo se llama. No ignoro que un día realicé un acto infame, mientras su cuerpo era lanzado por la fuerza centrífuga. Tenía catorce años. Cuando, en un acceso de alienación mental, corro a través de los campos, llevando, comprimido contra mi corazón, una cosa sangrante que conservo desde hace mucho tiempo como una reliquia venerada, los chiquillos que me persiguen... los chiquillos y las viejas que me persiguen a pedradas, lanzan estos gemidos lamentables: «Esa es la cabellera de Falmer». Alejad, alejad esa cabeza calva, lisa como el caparazón de la tortuga... Una cosa sangrante. Pero soy yo quien habla. Su rostro oval, sus rasgos majestuosos. Pues, en efecto, creo que era más débil. Las viejas y los chiquillos. Pues, en efecto, creo... ¿qué quería decir?... pues, en efecto, creo que era más débil. Con brazo de hierro. Ese choque, ese choque, ¿lo mató? ¿Sus huesos se destrozaron contra el árbol... irremediablemente? ¿Lo mató ese choque engendrado por el vigor de un atleta? ¿Ha conservado la vida, aunque sus huesos se hayan destrozado irremediablemente... irremediablemente? Ese choque, ¿lo mató? Temo saber aquello de lo que mis ojos cerrados no fueron testigos. En efecto... Sobre todos sus cabellos rubios. En efecto, huí lejos con una conciencia desde entonces implacable. Tenía catorce anos. Con una conciencia desde entonces implacable. Todas las noches. Cuando un muchacho, que aspira a la gloria, en un quinto piso, inclinado sobre la mesa de trabajo, a la hora silenciosa de la media noche, percibe un murmullo que no sabe a qué atribuir, vuelve hacia todos los lados su cabeza, agobiada por la meditación y los polvorientos manuscritos; pero nada, ningún indicio sorprendido le revela la causa de lo que oye tan débilmente, aun que sin embargo lo oye. Percibe, al final, que el humo de su vela, emprendiendo su vuelo hacia el techo, ocasiona, a través del aire ambiente, las vibraciones casi imperceptibles de una hoja de papel colgada de un clavo fijado en la pared. En un quinto piso. Lo mismo que un muchacho, que aspira a la gloria, oye un murmullo que no sabe a qué atribuir, lo mismo yo oigo una voz melodiosa que pronuncia en mi oído: «¡ Maldoror!» Pero antes de poner fin a su desprecio, creía oír las alas de un mosquito... inclinado sobre su mesa de trabajo. Sin embargo, no sueño. ¿Qué importa que esté acostado en mi lecho de satén? Con sangre fría, hago la perspicaz observación de que tengo los ojos abiertos, aunque sea la hora de los dominós rosa y de los bailes de máscaras. ¡Jamás!... ¡oh! no, ¡jamás!... ¡una voz mortal hizo oír esos acentos seráficos, pronunciando, con tan dolorosa elegancia, las sílabas de mi nombre! Las alas de un mosquito... ¡Qué benevolente es su voz! ¿Entonces me ha perdonado? Su cuerpo fue a estrellarse contra el tronco de un roble... «¡ Maldoror!»
CANTO QUINTO
QUE el lector no se enfade conmigo si mi prosa no tiene la dicha de agradarle. Por lo menos mantienes que mis ideas son singulares. Lo que dices, hombre respetable, es la verdad, pero es una verdad parcial. Por otra parte, ¡qué fuente abundante de errores y de desprecios no es una verdad parcial! Las bandadas de estorninos tienen una manera de volar que es propia, y parece estar sometida a una táctica uniforme y regular, como sería la de una tropa disciplinada que obedece con precisión a la voz de un sólo jefe. Es la voz del instinto a quien obedecen los estorninos, y su instinto les lleva a aproximarse siempre al centro del pelotón, mientras que la rapidez de su vuelo les lleva sin cesar a alejarse de él, de manera que es multitud de pájaros, reunidos por una tendencia común hacia el mismo punto inmantado, al ir y venir de continuo, al circular y cruzarse y cruzarse en todos los sentidos, forma una especie de torbellino agitadísimo, cuya masa completa, sin seguir una dirección muy determinada parece tener un movimiento general de evolución sobre sí misma, resultante de los movimientos particulares de circulación propios de cada una de sus partes, y en el cual el centro, tendiendo perpetuamente a amplificarse, pero sin cesar presionado, empujado por el esfuerzo contrario de las líneas envolventes que pesan sobre él, se halla constantemente más apretado que ninguna de esas líneas, las cuales lo son más cuanto más próximas están del centro. A pesar de esa singular manera de formar remolinos, los estorninos no dejan por eso de hendir menos, con una velocidad rara, el aire ambiente, y de ganar sensiblemente, en cada segundo, un terreno preciso para el término de sus fatigas y el fin de su peregrinación. Tú, por lo mismo, no prestes atención a la manera extraña en que canto cada una de estas estrofas. Pero persuádete de que los acentos fundamentales de la poesía no por eso conservan menos su intrín¬seco derecho sobre mi inteligencia. No generalizemos hechos excepcionales, no pido nada mejor: sin embargo mi carácter se halla dentro del orden de las cosas posibles. Sin duda, entre los dos términos de tu literatura, tal como tú la entiendes, y de la mía, existe una infinidad de intermediarios y sería fácil multiplicar las divisiones; pero carecería de toda utilidad y existiría el peligro de conferir algo estrecho y falso a una concepción eminentemente filosófica, que deja de ser racional, desde el momento en que no es comprendida como ha sido imaginada, es decir, con amplitud. Sabes aliar el entusiasmo y la frialdad interior, observador de un humor concentrado; en fin, por mí, te encuentro perfecto... ¡ Y tú no quieres comprenderme! Si no tienes buena salud, sigue mi consejo (lo mejor que poseo, a tu disposición), y vete a dar un paseo por el campo. Triste compensación, ¿qué dices? Cuando hayas tomado el aire, ven de nuevo a buscarme: tus sentidos se habrán ya calmado. No llores más, no quería causarte pena. ¿No es verdad, amigo mio, que hasta cierto punto mis cantos han despertado tu simpatía? ¿Quién te impide entonces salvar los otros escalones? La frontera entre tu gusto y el mío es invisible, jamás podrás encontrarla: lo que prueba que esa frontera no existe. Reflexiona entonces (no hago más que rozar la cuestión) que no seria imposible que hubieras firmado un tratado de alianza con la obstinación, esa agradable hija del mulo, fuente tan rica de intolerancia. Si yo no supiera que no eres un necio, no te haría semejante reproche. No es útil para ti que te enquistes en el cartilaginoso caparazón de un axioma que crees inconmovible. Hay otros axiomas inconmovibles que caminan paralelamente al tuyo. Si tienes una inclinación marcada por los caramelos (admirable farsa de la naturaleza), nadie lo concebirá como un crimen, pero aquellos cuya inteligencia, más enérgica y más capaz de grandes cosas, prefiere la pimienta y el arsénico, tienen buenas razones para obrar de esa forma, sin tener la intención de imponer su pacífica dominación a los que tiemblan de miedo ante una musaraña o ante la expresión parlante de las caras de un cubo. Hablo por experiencia, y no vengo a representar aquí el papel de provocador. Pues así como los rotíferos y los tardígrados pueden ser calentados hasta una temperatura próxima a la ebullición, sin que pierdan necesariamente su vitalidad, así sucederá contigo, si sabes asimilar, con precaución, la áspera serosidad purulenta que se desprende lentamente de la irritación que causan mis interesantes lucubraciones. ¡Y qué! ¿No se ha conseguido injertar en el lomo de una rata viva la cola separada del cuerpo de otra rata? Prueba, pues, de forma parecida a transportar a tu imaginación las diversas modificaciones de mi razón cadavérica. Pero sé prudente. A la hora en que escribo, nuevos estremecimientos recorren la atmósfera intelectual: no se trata sino de tener el valor de mirarlos de frente. ¿Por qué haces esa mueca? E incluso la acompañas de un gesto que sólo podría imitar después de un largo aprendizaje. Persuádete de que el hábito es necesario en todo, y, puesto que la repulsión instintiva que se había declarado desde las primeras páginas, ha disminuido notablemente de profundidad, en razón inversa de la aplicación a la lectura, como un forúnculo que se saja, es preciso esperar, aunque tu cabeza se halle todavía enferma, que tú curación no tarde en entrar con seguridad en su último periodo. Para mí es indudable que ya bogas en plena convalecencia; sin embargo tu rostro ha quedado muy delgado, ¡ay! Pero... ¡ánimo!, hay en ti un espíritu poco común, te amo, y no desespero de tu completa liberación, con tal de que tomes algunas substancias medicamentosas que no harán más que apresurar la desaparición de los últimos síntomas del mal. Como alimento astringente y tónico, arrancarás primero los brazos a tu madre (si vive todavía), la despedazarás en pequeños trozos y te los comerás a continuación, en un sólo día, sin que ningún rasgo de tu cara traicione tu emoción. Si tu madre fuera demasiado vieja, elige Otro personaje quirúrgico más joven y más tierno, sobre el cual pueda obrar la legra, y cuyos huesos tarsianos, cuando camine, encuentren fácilmente un punto de apoyo para hacer de palanca: tu hermana, por ejemplo. No puedo dejar de compadecer su suerte, y no soy de aquellos en los cuales un entusiasmo muy frío no hace sino atacar a la bondad. Tú y yo vertiremos por ella, por esa virgen amada (aunque no tenga pruebas para establecer que sea virgen), dos lágrimas incoercibles, dos lágrimas de plomo. Eso será todo. La porción más lenitiva, que te aconsejo, es un bacin lleno de pus blenorrágico con nódulos, en el cual se haya previamente disuelto un quiste piloso de ovario, un chancro folicular, un prepucio inflamado, reinvertido hacia atrás del glande por una parafimosis, y tres babosas rojas. Si sigues mis prescripciones, mi poesía te recibirá con los brazos abiertos, como un piojo reseco recibe con sus besos a la raíz de un cabello.

Veía delante de mí un objeto de pie sobre un Otero. No distinguía con claridad su cabeza, pero, pese a ello, adivinaba que no tenía una forma corriente, sin precisar desde luego la proporción exacta de sus contornos. No me atrevía a acercarme a esa columna inmóvil, y, aun cuando hubiera tenido a mi disposición las patas ambulatorias de más de tres mil cangrejos (no hablo siquiera de las que sirven para la aprehensión y para la masticación de los alimentos), hubiera permanecido en el mismo lugar, si un acontecimiento, muy nimio en sí, no hubiese inferido un pesado tributo a mi curiosidad, que hacía estallar sus diques. Un escarabajo, que hacía rodar por el suelo con sus mandíbulas y sus antenas una bola, cuyos principales elementos estaban compuestos por materias excrementicias, avanzaba con rápido paso hacia el Otero señalado, poniendo gran empeño en hacer evidente su voluntad de tomar aquella dirección. ¡El animal articulado no era mucho mayor que una vaca! Si alguien duda de lo que digo, que venga a mí, y haré que quede satisfecho el más incrédulo con la aseveración de buenos testigos. Lo seguí de lejos, ostensiblemente intrigado. ¿Qué quería hacer con aquella enorme bola negra? Oh lector, tú que te vanaglorias continuamente de tu perspicacia (y sin razón), ¿serías capaz de decírmelo? Pero no quiero someter a una ruda prueba tu conocida pasión por los enigmas. Bástete saber que el más suave castigo que puedo inflingirte es hacerte observar que ese misterio no te será revelado (te será revelado) sino más tarde, al final de tu vida, cuando entables discusiones filosóficas con la agonía al borde de tu cabecera... e incluso, tal vez, al final de esta estrofa. El escarabajo había llegado a la base del otero. Yo había adelantado mi paso a sus huellas y me hallaba todavía a una gran distancia del lugar de la escena, pues así como los estercorarios, aves inquietas como si estuvieran siempre hambrientas, lo pasan bien en los mares que bañan los dos polos, y no penetran sino accidentalmente en las zonas templadas, así yo tampoco estaba tranquilo y hacía avanzar mis piernas con mucha lentitud. Pero ¿hacia qué sustancia corporal avanzaba yo? Sabía que la familia de los pelícanos comprende cuatro géneros distintos: el pájaro bobo, el pelícano, el cormorán y la fragata. La forma grisácea que se hallaba ante mí no era un bobo. El bloque plástico que percibía no era una fragata. La carne cristalizada que observaba no era un cormorán. ¡Veía ahora al hombre con encéfalo desprovisto de protuberancia anular! Buscaba vagamente, entre los repliegues de mi memoria, en qué comarca tórrida o helada había visto ya ese pico larguísimo, ancho, convexo, abovedado, de arista marcada, unguiculado, abultado y muy ganchudo en su extremidad; esos bordes dentados, rectos; esa mandíbula inferior, de ramas separadas hasta cerca de la punta; ese intervalo relleno por una piel membranosa; esa ancha bolsa, amarilla y sacciforme, que ocupa toda la garganta y puede distenderse considerablemente; y esas narices tan estrechas, longitudinales, casi imperceptibles, abiertas en un surco basal. Si ese ser viviente, de respiración pulmonar simple, de cuerpo guarnecido de pelos, hubiera sido un pájaro completo hasta la planta de los pies, y no solamente hasta los hombros, no me hubiera sido tan difícil reconocerlo: cosa muy fácil de hacer, como vais a ver vosotros mismos. Sólo que esta vez me dispenso de ello, pues para la claridad de mi demostración necesitaría que uno de esos pájaros se hallara sobre mi mesa de trabajo, aunque fuera disecado. Pero no soy lo bastante rico como para procurármelo. Siguiendo paso a paso una hipótesis anterior, habría citado en seguida su verdadera naturaleza, y luego encontrado un Sitio en los cuadros de la historia na¬tural, a aquel cuya nobleza de aspecto enfermizo admiraba. ¡Con qué satisfacción, de no ser del todo ignorante de los secretos de su doble organismo, y con qué avidez por saber aún más, lo contemplaba yo en su perdurable metamorfosis! ¡Aunque no poseía un rostro humano, me parecía bello como dos largos filamentos tentaculiformes de un insecto, o mejor, como una inhumación precipitada, o mejor todavía, como la ley de la reconstitución de los órganos mutilados, y, sobre todo, como un líquido eminentemente putrescible! Pero sin prestar ninguna atención a lo que sucedía a su alrededor, el extranjero miraba siempre ante sí, con su cabeza de pelicano. Otro día contaré el final de esta historia. Sin embargo, continuaré mi narración con triste apresuramiento, pues si por parte vuestra os impacientáis por saber adónde quiere ir mi imaginación (¡ruego al cielo que en efecto esto no sea más que imaginación!), por la mía he tomado la resolución de terminar de una vez (¡y no de dos!) lo que tenía que decir. No obstante nadie tiene derecho a acusarme de falta de valor. Porque cuando se halle en presencia de semejantes circunstancias, más de uno sentirá latir en la palma de la mano las pulsaciones de su corazón. Acaba de morir, casi desconocido, en un pequeño puerto de Bretaña, un patrón de cabotaje, viejo marino que fue héroe de una terrible historia. Por entonces era capitán de largas travesías y viajaba para un armador de Saint-Malo. Después de una ausencia de trece meses, regresó al hogar conyugal en el momento en que su mujer, todavía en cama, acababa de darle un heredero, al cual no se consideraba con ningún derecho a reconocer. El capitán no hizo el menor gesto de sorpresa ni de cólera; rogó friamente a su mujer que se vistiera y que le acompañara a dar un paseo por la murallas de la ciudad. Era el mes de enero. Las murallas de Saint-Malo son elevadas, y, cuando sopla el viento del norte, los más intrépidos retroceden. La desdichada obedeció, tranquila y resignada; al volver, deliraba. Expiró esa misma noche. No era más que una mujer. Mientras que yo, que soy un hombre, en presencia de un drama no menos grande, no sé si conservaré bastante dominio sobre mí mismo como para que los músculos de mi rostro permanezcan inmóviles. En cuanto al escarabajo llegó a la base del Otero, el hombre elevó sus brazos hacia el Oeste (precisamente en esa dirección un buitre de corderos y un buho de Virginia entablaban un combate en el aire), enjugó en su pico una larga lágrima que presentaba un sistema de coloración diamantino, y dijo al escarabajo: «¡Desgraciada bola!, ¿no la has hecho rodar bastante tiempo? Tu venganza no está aún saciada, y ya, esa mujer, a quien habías atado con collares de perlas las piernas y los brazos, de manera que formara un poliedro amorfo, a fin de arras-traía con tus patas a través de los valles y los caminos, sobre las zarzas y las piedras (¡déjame que me aproxime a ver si es todavía ella!), ha visto sus huesos llenarse de heridas, sus miembros pulirse por la ley mecánica del frotamiento rotatorio, confundirse en la unidad de la coagulación, y su cuerpo presentar, en vez de las delineaciones primordiales y de las curvas naturales, la apariencia monótona de un todo homogéneo que se parece demasiado, por la confusión de sus diversos elementos triturados, a la masa de una esfera. Hace mucho tiempo que está muerta; deja esos despojos a la tierra y ten cuidado de aumentar, en proporciones irreparables, la rabia que te consume: eso no es ya justicia, pues el egoísmo escondido en los tegumentos de tu frente, levanta lentamente, como un fantasma, los paños que lo cubren». El buitre de corderos y el buho de Virginia, llevados insensiblemente por las peripecias de su lucha, se había aproximado a nosotros. El escarabajo tembló ante esas palabras inesperadas, y, lo que en Otra ocasión hubiera sido un movimiento insignifcante, esa vez se convirtió en la señal distintiva de un furor que no conocía límites, pues frotó terriblemente sus patas traseras contra el borde de los élitros, haciendo oír un ruido agudo: «¿Quién eres tú, ser pusilánime? Parece que has olvidado ciertos acontecimientos extraños de los tiempos pasados; no los conservas en tu memoria, hermano. Esa mujer nos ha traicionado, a uno después de otro. A ti primero, y a mí después. Me parece que esa injuria no debe (¡no debe!) desaparecer del recuerdo tan fácilmente. ¡Tan fácilmente! A ti, tu magnánima naturaleza te permite perdonar. Pero ¿sabes tú si a pesar de la situación anormal de los átomos de esa mujer, reducida a pasta de amasado (no es cuestión ahora de saber si no se creería, a la primera investigación, que ese cuerpo haya aumentado su densidad en una cantidad notable más bien por el engranaje de dos fuertes ruedas que por los efectos de mi fogosa pasión), existe todavía? Cállate, y permiteme vengarme». Reanudó sus maniobras, y se alejó, empujando la bola hacia adelante. Cuando estuvo lejos, el pelicano exclamó: «Esa mujer, por sú poder mágico, me ha dado una cabeza de palmípedo, y ha convertido a mi hermano en un escarabajo: puede ser que merezca incluso peores tratamientos que los que acabo de enumerar». Y yo, que no estaba seguro de soñar, al adivinar, por lo que había oído, la naturaleza de las relaciones hostiles que unían, por encima de mí, en un combate sangriento, al buitre de corderos y al buho de Virginia, eché atrás mi cabeza, como un capuchón, a fin de dar al juego de mis pulmones la soltura y la elasticidad susceptibles, y, dirigiendo mi vista hacia lo alto, les grité: «Vosotros, cesad en vuestra discordia. Tenéis razón los dos, pues ella había prometido su amor a ambos, y por lo tanto os ha engañado a los dos. Pero no sois los únicos. Además, os despojó de vuestra forma humana, realizando un juego cruel con vuestros dolores más sagrados. ¡ Y vacilaríais en creerme! Por otra parte, ella está muerta, y el escarabajo le ha hecho sufrir un castigo de rastro imborrable, a pesar de la piedad del primer traicionado». Estas palabras pusieron fin a su querella y no se arrancaron más plumas ni más trozos de carne: tenían razón de obrar así. El buho de Virginia, bello como un recuerdo sobre la curva que describe un perro al correr tras su dueño, se introdujo en las grietas de un convento en ruinas. El buitre de corderos, bello como la ley que detiene el desarrollo del pecho de los adultos cuya propensión al crecimiento no está en relación con la cantidad de moléculas que su organismo asimila, se perdió en las altas capas de la atmósfera. El pelícano, cuyo generoso perdón me había impresionado mucho, porque no lo encontraba natural, recobrando en su otero la impasibilidad majestuosa de un faro, como para advertir a los navegantes humanos de que presten atención a su ejemplo, y preservarlos del amor de las hechiceras sombrías, miraba siempre ante si. El escarabajo, bello como el temblor de las manos en el alcoholismo, desapareció en el horizonte. Cuatro existencias más que se podían tachar del libro de la vida. Me arranqué un músculo entero del brazo izquierdo, pues no sabía lo que hacía, de tan emocionado como me encontraba ante ese cuádruple infortunio. Y yo que creía que eran materias excrementicias. ¡Qué necio más grande soy!
El aniquilamiento intermitente de las facultades humanas: cualquiera que sea vuestro pensamiento, no se trata sólo de palabras. Por lo menos, no se trata de palabras como las demás. Que levante la mano quien crea cumplir un acto justo al rogar a un verdugo que lo desuelle vivo. Que levante la cabeza, con la voluptuosidad de la sonrisa, quien voluntariamente ofrezca su pecho a las balas de la muerte. Mis ojos buscarán la marca de las cicatrices; mis diez dedos concentrarán la totalidad de su atención en palpar cuidadosamente la carne de ese excéntrico; verificaré si las salpicaduras del cerebro han manchado el satén de mi frente. ¿No es verdad que un hombre, amante de semejante martirio, no se encontraría en todo el universo? No sé qué es la risa, cierto, pues no la he experimentado nunca por mí mismo. Sin embargo, ¿qué imprudencia no sería sostener que mis labios jamás se distenderán, si me fuera dado ver a quien pretendiera que existe en alguna parte ese hombre? Lo que nadie desearía para su propia existencia, me ha tocado a mí por una suerte desigual. No es que mi cuerpo nade en el lago del dolor; pudiera pasar. Pero el espíritu se deseca por una reflexión condensada y continuamente tensa; croa como las ramas de un pantano, cuando una bandada de flamencos voraces y de garzas hambrientas se abate sobre los juncos de las orillas. Dichoso aquel que duerme apaciblemente en un lecho de plumas, arrancadas al pecho del eider, sin darse cuenta de que se traiciona a si mismo. He aquí que hace más de treinta años que no he dormido. Desde el impronunciable día de mi nacimiento he consagrado a las tablas somníferas


-¿Pero quién... quién se atreve aquí, como un conspirador, a arrastrar los anillos de su cuerpo hacia mi negro pecho? Quienquiera que seas, excéntrica pitón, ¿con qué pretexto disculpas tu ridícula presencia? ¿Te atormenta un vasto remordimiento? Pues mira, boa, tu majestad salvaje no tiene, supongo, la exhorbitante pretensión de sustraerse a la comparación que hago entre ella y los rasgos del criminal. Esa baba espumosa y blancuzca es para mi el signo de la rabia. Escúchame: ¿sabes que tu ojo está lejos de beber un rayo celeste? No olvides que si tu presuntuoso cerebro me ha creído capaz de ofrecerte algunas palabras de consuelo, el motivo no puede ser otro que una ignorancia totalmente desprovista de conocimientos fisiognomónicos. Durante un tiempo suficiente, entendámonos, dirige el fulgor de tus ojos hacia lo que tengo derecho a llamar, como cualquier otro, mi rostro. ¿No ves cómo llora? Te has engañado, basilisco. Es preciso que busques en otra parte la triste razón de alivio que mi impotencia radical te suprime, a pesar de las numerosas protestas de mi buena voluntad. ¡Oh!, ¿qué fuerza, expresable en frases, te arrastra fatalmente hacia tu perdición? Es casi imposible que me acostumbre a este razonamiento que tú no comprendes, pues aplastando en el césped enrojecido, de un taconazo, las curvas fugitivas de tu cabeza triangular, podría amasar una incalificable almáciga con la hierba de la llanura y la carne del aplastado.
- ¡ Desaparece lo más pronto posible de mi vista, culpable de rostro pálido! ¡ El espejismo falaz del horror te ha mostrado tu propio espectro! Disipa tus injuriosas sospechas, si no quieres que te acuse a mi vez y presente contra ti una recriminación que sería seguramente aprobada por el juicio del serpentario reptilívoro. ¡Qué monstruoso desvarío de la imaginación te impide reconocerme! ¿No recuerdas ya los importantes servicios que te he prestado, al gratificarte con una existencia que hice emerger del caos, y, por tu parte, el voto para siempre inolvidable de no desertar de mi bandera y serme fiel hasta la muerte? Cuando eras niño (tu inteligencia se hallaba entonces en su más bella fase) escalabas el primero por la colina, con la velocidad del rebeco, para saludar con un gesto de tu mano a los multicolores rayos de la aurora naciente. Las notas de tu voz brotaban de tu laringe sonora lo mismo que perlas diamantinas, y resolvían sus personalidades colectivas en la adición vibrante de un largo himno de adoración. Ahora arrojas a tus pies, como un harapo sucio de barro, la longanimidad de la que di prueba durante mucho tiempo. El reconocimiento ha visto secarse sus raíces como el lecho de un pantano, pero en su lugar ha crecido la ambición en unas proyecciones que me seria penoso calificar. ¿Quién es el que me escucha, para tener tanta confianza en el abuso de su propia debilidad?
-¿Y quién eres tú, tú misma, sustancia audaz? ¡No!... ¡No!... No me engaño, y, a pesar de las múltiples metamorfosis a que has recurrido, tu cabeza de serpiente siempre brillará ante mis ojos como un faro de eterna injusticia y de cruel dominación. Ha querido tomar las riendas del mando, pero no sabe reinar. Ha querido convertirse en objeto de horror para todos los seres de la creación, y ha fracasado. Ha querido probar que él sólo es el monarca del universo, y en eso se ha equivocado. ¡Oh miserable!, ¿has esperado hasta este momento para oir los murmullos y las conspiraciones que, elevándose simultáneamente de la superficie de las esferas, vienen a rozar con ala feroz los bordes papiláceos de tu destructible timpano? No está lejos el día en que mi brazo te arroje al polvo, envenenado por tu respiración, y, arrancando de tus entrañas una vida nociva, deje en el camino tu cadáver, acribillado de contorsiones, para enseñar al viajero consternado que esa carne palpitante, que llena su vista de asombro y clava en su palacio su munda lengua, no debe ser ya comparada, si conserva su sangre fría, más que con el tronco podrido de un roble que se desplomó de vejez. ¿Qué idea de piedad me retiene ante tu presencia? Tú mismo, retrocede ya ante mí, te lo digo, y ve a lavar tu incomensurable vergüenza en la sangre de un niño que acaba de nacer: he ahí cuáles son tus costumbres. Son dignas de ti.Vete... camina siempre hacia adelante. Te condeno a ser errante. Te condeno a permanecer solo y sin familia. Camina continuamente, a fin de que tus piernas te nieguen su sostén. Atraviesa las arenas de los desiertos hasta que el fin del mundo sumerja a las estrellas en la nada. Cuando pases cerca de la guarida del tigre, se apresurará a huir, por no ver, como en un espejo, su carácter enaltecido sobre el pedestal de la perversidad ideal. Pero cuando el imperioso cansancio te ordene detener tu marcha ante las losas de mi palacio, recubiertas de zarzas y de cardos, presta atención a tus sandalias hechas jirones, y atraviesa, de puntillas, la elegancia de los vestíbulos. No es una recomendación inútil. Podrías despertar a mi joven esposa y a mi hijo de corta edad, que duermen en los sótanos de plomo que se extienden a lo largo de los cimientos del antiguo castillo. Si no tomaras tus precauciones de antemano, podrían hacerte palidecer con sus aullidos subterráneos. Cuando tu impenetrable voluntad les quitó la existencia, no ignoraban que tu poder es temible, y no tenían dudas a este respecto, pero no esperaban en modo alguno (y su supremo adiós me confirmó su creencia) que tu Providencia se mostraría implacable hasta ese punto. Sea como sea, cruza rápidamente esas salas abandonadas y silenciosas, de zócalos de esmeralda, pero con armarios ajados, donde descansan las gloriosas estatuas de mis antepasados. Esos cuerpos de mármol están irritados contigo; evita sus vidriosas miradas. Es un consejo que te da la lengua de su único y último descendiente. Mira cómo su brazo está levantado en actitud de provocativa defensa, la cabeza altivamente echada hacia atrás. Seguramente han adivinado el mal que me has hecho, y, si pasas al alcance de los helados pedestales que sostienen esos bloques esculpidos, te espera la venganza. Si tu defensa tiene necesidad de objetarme algo, habla. Ahora es demasiado tarde para llorar. Habría que haber llorado en momentos más convenientes, cuando la ocasión era propicia. Si por fin has abierto los ojos, juzga tú mismo cuáles han sido las consecuencias de tu conducta. ¡Adiós!, me voy a respirar la brisa de los acantilados, pues mis pulmones, medio ahogados, piden a gritos un espectáculo más tranquilo y más virtuoso que el tuyo.


¡Silencio!, pasa un cortejo fúnebre a vuestro lado. Inclinad la binaridad de vuestras rótulas hacia la tierra y entonad un canto de ultratumba. (Si consideráis mis palabras más bien como una simple fórmula imperativa que como una orden formal desplazada de su sitio, daréis una muestra de talento, y del mejor). Es posible que lleguéis de ese modo a gozar extremada¬ente del alma del muerto que va a descansar de la vida en una fosa. Además, el hecho es, para mi, cierto. Observad que no digo que vuestra opinión no pueda hasta cierto punto ser contraria a la mía, pero lo que importa ante todo es poseer unas nociones justas sobre las bases de la moral, de tal manera que cada uno deba compenetrarse con el principio que manda hacer a otro lo que acaso quisiera que le hiciesen a él mismo. El sacerdote de las religiones abre en primer lugar la marcha, sosteniendo en una mano una bandera blanca, signo de paz, y en la otra en emblema de oro que representa las partes del hombre y de la mujer, como para indicar que esos miembros carnales son la mayor parte del tiempo, abstración hecha de toda metáfora, instrumentos muy peligrosos en las manos de quienes se sirven de ellos, cuando los manipulan ciegamente para fines diversos que se contradicen entre sí, en lugar de engendrar una Oportuna reacción contra la pasión conocida que causa casi todos nuestros males. Debajo de su espalda lleva adherida (artificialmente, claro) una cola de caballo de espesas crines, que barre el polvo del suelo. Significa que debemos tener cuidado de no rebajar con nuestra conducta el rango de los animales. El ataúd conoce su ruta y marcha tras la túnica flotante del consolador. Los padres y los amigos del difunto, como manifiestan por su posición, han decidido cerrar la marcha del cortejo. Este avanza con majestad, como un barco que surca el pleno mar y no teme el fenómeno del hundimiento, pues en ese instante las tempestades y los escollos no se hacen notar por cosa alguna que no sea su explicable ausencia. Los grillos y los sapos siguen a algunos pasos la fiesta mortuoria; ellos tampoco ignoran que su modesta presencia en los funerales de alguien se le tendrá un día en cuenta. Hablan en voz baja en su pintoresco lenguaje (no seáis demasiado presuntuosos, permitidme daros un consejo desinteresado para creer que vosotros solos poseéis la preciosa facultad de traducir los juicios de vuestro pensamiento) de aquel que vieron más de una vez correr a través de las reverdecidas praderas y sumergir el sudor de sus miembros en las azuladas olas de los golfos arenosos. Al comienzo, la vida parecía sonreírle sin segundas intenciones, y, magníficamente, la coronó de flores; pero, puesto que vuestra inteligencia misma advierte, o mejor, adivina, que se ha detenido en los límites de la infancia, no tengo necesidad, hasta la aparición de una retractación verdaderamente imprescindible, de continuar los prolegómenos de mi rigurosa demostración. Diez años. Número exactamente calcado, hasta el punto de equivocarse, sobre el de los dedos de la mano. Es poco y es mucho. En el caso que nos preocupa, sin embargo, me apoyaré sobre vuestro amor a la verdad para que digáis conmigo, sin tardar un segundo más, que es poco. Y cuando reflexiono someramente sobre esos tenebrosos misterios por los cuales un ser humano desaparece de la tierra, tan fácilmente como una mosca o una líbelula, sin conservar la esperanza de regresar a ella, me sorprendo incubando el vivo lamento de no poder probablemente vivir bastante tiempo como para explicaros bien lo que no tengo la pretensión de comprender yo mismo. Pero, puesto que está probado que por un extraordinario azar aún no he perdido la vida desde el tiempo lejano en que comencé, lleno de terror, la frase precedente, calculo mentalmente que no será inútil reconstruir la confesión completa de mi impotencia radical, cuando se trata sobre todo, como ahora, de esa imponente e inabordable cuestión. Resulta, hablando generalmente, algo singular que la tendencia atractiva que nos empuja a buscar (para a continuación expresarlas) las semejanzas y las diferencias que ocultan, en sus naturales propiedades, los objetos más opuestos entre sí, y a veces los menos aptos, en apariencia, para prestarse a ese género de combinaciones simpáticamente curiosas, y que, mi palabra de honor, confieren benevolentemente al estilo del escritor, que se da esa personal satisfacción, el imposible e inolvidable aspecto de un búho serio hasta la eternidad. Sigamos en consecuencia la corriente que nos arrastra. El milano real tiene las alas proporcionalmente más largas que el cernícalo, y el vuelo más cómodo: por eso se pasa la vida en el aire. No descansa casi nunca y recorre cada día distancias enormes; y ese gran movimiento no es en modo alguno un ejercicio de caza, ni la persecución de una presa, ni siquiera de exploración, pues no caza; parece como que el vuelo sea su estado natural, su situación favorita. No se puede evitar admirarle la manera de cómo lo ejecuta. Sus largas y estrechas alas parecen inmóviles; la cola es quien parece dirigir todas las evoluciones, y la cola no se equivoca: se mueve sin cesar. Se eleva sin ningún esfuerzo, desciende como si se deslizara por un plano inclinado, más bien parece nadar que volar, acelera su vuelo, lo aminora, se detiene y permanece suspendido o fijo en el mismo sitio durante horas enteras. No puede advertirse ningún movimiento en sus alas: aunque abriérais los ojos como la puerta de un horno, seria inútil. Cada uno tiene el buen sentido de confesar sin dificultad (aunque un poco de mala gana) que no percibe, en un primer momento, la relación, por lejana que sea, que yo señalo entre la belleza del vuelo del milano real y la de la cara del niño que se eleva dulcemente, por encima del ataúd descubierto, como un nenúfar que horada la superficie del agua; y he ahí precisamente en qué consiste la imperdonable falta que arrastra a la inconmovible situación de una carencia de arrepentimiento, que impresiona a la ignorancia voluntaria en la cual uno se corrompe. Esa relación de serena majestad entre los dos términos de mi maliciosa comparación, es ya demasiado común,

y de un símbolo bastante comprensible como para que me asombre ante lo que no puede tener, como única excusa, más que ese mismo carácter de vulgaridad que hace llamar, sobre todo objeto o espectáculo que la sufre, un profundo sentimiento de injusta indiferencia. ¡ Cómo silo que se ve a diario debiera despertar menos la solicitud de nuestra admiración! Cuando llega a la entrada del cementerio, el cortejo se apresura a detenerse; su intención no es ir más lejos. El sepulturero termina de excavar la fosa, y en ella se deposita el ataúd con todas las precauciones que vienen al caso; unas imprevistas paletadas de tierra acaban por recubrir el cuerpo del niño. El sacerdote de las religiones, en medio de los asistentes conmovidos, pronuncia unas palabras para enterrar más aún al muerto en la imaginación de los presentes. «Dice que le extraña mucho que derramen tantas lágrimas por un acto tan insignificante. Textual. Pero teme no calificar suficientemente lo que pretende debe ser una felicidad incuestionable. Si hubiera creído en su ingenuidad que la muerte era tan poco simpática, habría renunciado a su cometido, para no aumentar el legitimo dolor de los numerosos parientes y amigos del difunto; pero una secreta voz le advirtió de que les diera algunos consuelos, que no serían inútiles, aunque sólo fuera aquel que hiciera entrever la esperanza de un próximo encuentro en el cielo del que murió y de los que sobreviven». Maldoror huía a galope, y al parecer dirigía su carrera hacia los muros del cementerio. Los cascos de su corcel levantaban alrededor de su dueño una falsa corona de polvo espeso. Vosotros no podéis saber el nombre del caballero, pero yo lo sé. Se aproximaba cada vez más; su rostro de platino comenzaba a hacerse perceptible, aunque estuviese completamente envuelto en un manto que el lector se abtuvo de borrar de su memoria y que sólo dejaba ver los ojos. En medio de su discurso, el sacerdote de las religiones se puso súbitamente pálido, pues su oído reconoció el galope irregular de ese célebre caballo blanco que no abandonó jamás a su dueño. «Si, añadió de nuevo, mi confianza es grande en ese próximo encuentro; entonces se comprenderá, mejor que ahora, qué sentido habría que conceder a la separación del alma y el cuerpo. Como quien cree vivir en esta tierra y se mece en una ilusión cuya evaporación le importa acelerar». El ruido del galope se acrecentaba cada vez más, y como el caballero, reduciendo la línea del horizonte, se hizo visible en el campo óptico que abarcaba la portada del cementerio, rápido como un ciclón giratorio, el sacerdote de las religiones continuó con más gravedad: «No parecéis dudar que éste, a quien la enfermedad forzó a no conocer más que las primeras fases de la vida, y a quien la fosa acaba de recibir en su seno, es indudablemente el vivo; pero sabed al menos que aquel cuya equívoca silueta percibís llevada por un nervioso caballo, y sobre el cual os aconsejo que fijéis lo más pronto posible los ojos, pues no es ya más que un punto y muy pronto desaparecerá entre los brezos, aunque haya vivido mucho, es el único verdadero muerto».


CANTO SEXTO
VOSOTROS, cuya envidiable calma sólo puede hacer que se embellezca vuestro aspecto, no creáis que se trata de seguir lanzando, en estrofas de catorce o quince líneas, como un alumno de cuarto curso, exclamaciones que se estimarán inoportunas, y cacareos sonoros de gallina conchinchinesa, tan grotescos como uno sea capaz de imaginar, por poca molestia que se tome; pero es preferible probar con hechos las proposiciones que se adelantan. ¿Pretendíais quizás que por haber insultado, como jugando, al hombre, al Creador y a mí mismo, en mis explicables hipérbolas, mi misión habría terminado? No: la parte más importante de mi trabajo no subsiste por ello menos, como tarea que falta por realizar. Desde ahora, las cuerdas de la novela moverán a los tres personajes más arriba citados: se les comunicará así una fuerza menos abstracta. La vitalidad se extenderá magníficamente en el torrente de su aparato circulatorio, y veréis cómo os asombrará encontrar, allí donde al principio sólo habíais creído ver, por una parte, vagas entidades que pertenecían al dominio de la especulación pura, el organismo corporal con sus ramificaciones de nervios y membranas mucosas, y por otra, el principio espiritual que preside las funciones fisiológicas de la carne. Son seres dotados de una enérgica vida que, con los brazos cruzados y el pecho quieto, posarán prosáicamente (aunque estoy seguro de que el efecto será muy poético) ante vuestro rostro, situado solamente a algunos pasos de vosotros, de manera que los rayos solares, golpeando primero las tejas de los tejados y las tapas de las chimeneas, irán luego a reflejarse visiblemente sobre sus cabellos terrestres y materiales. Pero ya no serán anatemas poseedores de la especialidad de provocar risa, ni personalidades ficticias que hubiera sido mejor que permanecieran en el cerebro del autor, ni pesadillas situadas muy por encima de la existencia ordinaria. Daos cuenta de que por eso mismo mi poesía será más bella. Tocaréis con vuestras manos ramas ascendentes de la aorta y de las cápsulas adrenales, y, además, ¡sentimientos! Los cinco primeros relatos no han sido inútiles; eran el frontispicio de mi obra, el fundamento de la construcción, la explicación previa de mi poética futura: y me debía a mi mismo, antes de cerrar mi maleta y ponerme en marcha por las comarcas de la imaginación, advertir a los sinceros amantes de la literatura, con el esbozo rápido de una generalización clara y precisa, del fin que me había propuesto perseguir. En consecuencia, mi opinión es que ahora la parte sintética de mi obra está completa y suficientemente parafraseada. Por ella habéis sabido que me he propuesto atacar al hombre y a Aquel que lo creó. Por el momento y para más adelante no tenéis necesidad de saber nada más. Nuevas consideraciones me parecen superfluas, pues no harían más que repetir, bajo una u otra forma, más amplia, es verdad, pero idéntica, el enunciado de la tesis cuyo primer desarrollo verá el final de este día. Resulta entonces de las observaciones que preceden, que mi intención es emprender, de ahora en adelante, la parte analítica; esto es tan cierto como que hace solamente unos minutos expresé el ardiente deseo de que fueseis apresados en las glándulas sudoríparas de mi piel, para comprobar la lealtad de lo que afirmo con conocimiento de causa. Y sé que es preciso apuntalar con un gran número de pruebas el argumento incluido en mi teorema; pues bien, esas pruebas existen, y sabéis que no ataco a nadie sin tener serios motivos. Me río a carcajadas cuando pienso que me reprocháis difundir amargas acusaciones contra la humanidad, de la que soy uno de sus miembros (¡este reparo me daría la razón!), y contra la Providencia: no me retractaré de mis palabras, pero, contando lo que he visto, no me será difícil, sin otra ambición que la verdad, justificarlas. Hoy voy a hacer una novela corta, de unas treinta páginas, extensión que permanecerá en lo sucesivo más o menos estacionaria. En espera de ver pronto, un día u otro, la consagración de mis teorías aceptadas por tal o cual forma literaria, creo haber encontrado al fin, después de algunos tanteos, mi fórmula definitiva. Es la mejor: ¡puesto que es la novela! Este prefacio híbrido ha sido expuesto de una manera que acaso no parezca muy natural, en el sentido de que sorprende, por así decirlo, al lector, que no ve claro a dónde se le quiere conducir; pero ese sentimiento de notable estupefacción, del cual uno debe generalmente intentar sustraer a aquellos que pasan su tiempo leyendo libros o folletos, yo hice todos los esfuerzos por producirlo. En efecto, me era imposible hacer menos, a pesar de mi buena voluntad: será sólo más tarde, cuando algunas novelas hayan aparecido, cuando comprenderéis mejor el prefacio del renegado de rostro fuliginoso.

I
Los comercios de la calle Vivienne muestran sus riquezas ante los ojos maravillados. Bajo la luz de los numerosos faroles de gas, los cofres de caoba y los reloj es de oro esparcen a través de los escaparates haces de deslumbrante luminosidad. Han dado las ocho en el reloj de la Bolsa: ¡no es tarde! Apenas el último golpe de martillo se dejo oír, la calle cuyo nombre ha sido citado se pone a temblar y sacude sus cimientos desde la plaza Royal hasta el bulevar Montmartre. Los transeúntes apresuran el paso y se retiran pensativos a sus casas. Una mujer se desmaya y cae sobre el asfalto. Nadie la levanta: todos tienen prisa en alejarse del lugar. Los postigos se cierran con ímpetu y los habitantes se sumergen bajo los cobertores. Se diría que la peste asiática ha hecho acto de presencia. Así, mientras la mayor parte de la ciudad se prepara a nadar en las diversiones de las fiestas nocturnas, la calle Vivienne se encuentra de súbito helada por una especie de petrificación. Lo mismo que un corazón que deja de amar, ve su vida apagada. Pero muy pronto la noticia del fenómeno se extiende a las otras capas de la población y un silencio lúgubre se cierne sobre la augusta capital. ¿Adónde han ido los faroles? ¿Qué se ha hecho de las vendedoras de amor? Nada... ¡ soledad y oscuridad! Una lechuza, volando en dirección rectilínea, con una pata quebrada, pasa por encima de la Magdalena y dirige su vuelo hacia la barrera del Trono, gritando: «Se acerca una desgracia». Ahora bien, en ese lugar que mi pluma (ese verdadero amigo que me sirve de compinche) acaba de hacer misterioso, si miráis hacia el lado donde la calle Colbert desemboca en la calle Vivienne, veréis, en el ángulo formado por el cruce de las dos vías, a un personaje que muestra su silueta y se dirige con paso apresurado hacia los bulevares. Pero si uno se acerca más, de manera que no atraiga sobre sí la atención de ese transeúnte, percibe, con agradable sorpresa, que es joven. Desde lejos, en efecto, se le hubiera tomado por un hombre maduro. La suma de los días no cuenta cuando se trata de apreciar la capacidad intelectual de un rostro serio. Yo sé leer la edad en las lineas fisionómicas de la frente: ¡tiene dieciséis años y cuatro meses! Es bello como la retractilidad de las garras de las aves rapaces, o también, como la incertidumbre de los movimientos musculares en las llagas de las partes blandas de la región cervical posterior; o mejor, como esa ratonera perpetua, siempre estirada por el animal apresado, que puede cazar sola infinidad de roedores y funciona incluso escondida bajo la paja; y sobre todo, como el encuentro fortuito de una mesa de disección de una máquina de coser y un paraguas. Mervyn, ese hijo de la rubia Inglaterra, acaba de tomar en casa de su profesor una lección de esgrima, y, envuelto en su tartán escocés, regresa a casa de sus padres. Son las ocho y media y espera llegar a su casa a las nueve: por su parte, es una gran presunción fingir estar seguro de conocer el porvenir. ¿Qué obstáculo imprevisto puede dificultarle su camino? Y esa circunstancia, ¿sería tan poco frecuente que debiera considerarla como una excepción? ¿Por qué no considera mejor, como un hecho anormal, la posibilidad que ha tenido hasta ahora de sentirse desprovisto de inquietud y, por así decirlo, dichoso? ¿Con qué derecho, en efecto, pretende llegar indemne a su morada, cuando alguien lo espía y le sigue de cerca como a su futura presa? (Sería conocer muy poco la profesión de escritor de sensaciones, si al menos no pusiera de relieve las restrictivas preguntas tras las cuales llega inmediatamente la frase que estoy a punto de terminar). ¡Habréis reconocido el héroe imaginario que desde hace mucho tiempo destroza con la presión de su individualidad mi desdichada inteligencia! En cuanto Maldoror se acerca a Mervyn, para grabar en su memoria los rasgos de ese adolescente, él, con el cuerpo echado hacia atrás, retrocede sobre sí, como el boomerang de Australia, en el segundo período de su trayecto o más bien, como una máquina infernal. Está indeciso sobre lo que debe hacer. Pero su conciencia no sufre ninguno de los síntomas de una emoción embriogénica, como equivocadamente pudierais suponer. Le vi alejarse un instante en dirección opuesta; ¿estaba abrumado por el remordimiento? Pero regresó con renovada crueldad. Mervyn no sabe por qué sus arterias temporales laten con fuerza, y apresurá el paso, atormentado por un terror cuya causa vosotros y él buscáis en vano. Es preciso tenerle en cuenta por su aplicación en descubrir el enigma. ¿Por qué no se vuelve? Lo comprendería todo. Pero ¿se piensa nunca en los medios más simples para hacer que cese un estado de alarma? Cuando un merodeador atraviesa una barriada de suburbio, con una ensaladera de vino blanco en el gaznate y la blusa hecha jirones si en el hueco de un poste ve un viejo gato musculoso, contemporáneo de aquellas revoluciones a las que asistieron nuestros padres, contemplando melancólicamente los rayos de luna que descienden sobre la llanura dormida, avanza tortuosamente en línea curva y hace una señal a un perro patizambo, que se precipita. El noble animal de la raza felina espera a su adversario con valentía y vende a muy alto precio su vida. Mañana algún trapero comprará una piel electrizable. ¿Por qué no huiría? ¡Era tan fácil! Pero en el caso que nos preocupa actualmente, Mervyn complica todavía más el peligro por su propia ignorancia. Tiene como unos destellos, excesivamente raros, es cierto, pero no me detendré a demostrar la vaguedad que los recubre, aunque le es imposible adivinar la realidad. No es profeta, no digo lo contrario, y no se reconoce la facultad de serlo. Cuando llega a la gran arteria, gira a la derecha y atraviesa el bulevar Poissonniére y el bulevar Bonne Nouvelle. En este punto de su camino, avanza por la calle del arrabal Saint-Denis, deja atrás el embarcadero del ferrocarril de Estrasburgo y se detiene delante de una fachada elevada, antes de alcanzar la superposición perpendicular de la calle Lafayette. Puesto que me aconsejáis que concluya en este sitio la primera estrofa, quiero, por esta vez, acceder a vuestro deseo. ¿Sabéis que cuando pienso en la sortija de hierro oculta bajo la piedra por la mano de un maniaco un invencible escalofrío me recorre el cabello?
II
Tira de la aldaba de cobre y el portón del moderno palacio gira sobre sus goznes. Atraviesa el patio, cubierto de fina arena, y sube los ocho peldaños de la escalinata. Las dos estatuas, situadas a derecha e izquierda como guardianes de la aristocrática mansión, no le cortan el paso. Aquel que ha renegado de todo, padre, madre, Providencia, amor, ideal, a fin de pensar sólo en sí mismo, se ha cuidado muy bien de no seguir los pasos que le precedían. Lo ha visto entrar en un amplio salón del piso bajo, de paredes de ágata. El hijo de familia se arroja en un sofá, y la emoción le impide hablar. Su madre, con largo vestido de cola, se muestra afectuosa con él y lo rodea con sus brazos. Sus hermanos, más jóvenes, se agrupan en torno al mueble cargado con un fardo; no conocen la vida de modo suficiente como para hacerse una idea de la escena que se desarrolla. Por último, el padre alza su bastón y dirije a los asistentes una mirada llena de autoridad. Apoyando el puño sobre el brazo del sillón, se levanta de su sitio habitual y avanza con inquietud, aunque debilitado por los años, hacia el cuerpo inmóvil de su primogénito. Habla una lengua extranjera y cada uno lo escucha con un recogimiento respetuoso: «¿Quién ha puesto al muchacho en este estado? El brumoso Támesis arrastrará todavía una gran cantidad de limo antes de que mis fuerzas estén del todo agotadas. En esa comarca inhóspita no parece que existan leyes protectoras. Si llegara a conocer el culpable, probaría el vigor de mi brazo. Aunque me halle en situación de retiro, alejado de los combates marítimos, mi espada de comodoro, colgada de la pared, aún no está enmohecida. Por otra parte, es fácil afilaría. Mervyn, tranqullízate; daré órdenes a mis criados para que encuentren el rastro de aquel a quien desde ahora en adelante buscaré para hacer que muera por mi propia mano. Mujer, quitate de ahí y ve a acurrucarte a un rincón; tus ojos me enternecen, y sería mejor que cerraras el conducto de tus glándulas lacrimales. Hijo mio, te lo suplico, recobra tus sentidos y reconoce a tu familia; es tu padre quien te habla...». La madre se aparta, y, para obedecer las órdenes de su dueño, toma un libro entre las manos y se esfuerza en permanecer tranquila, en presencia del peligro que corre aquel que engendró su matriz. «... Hijos, id a jugar al parque, y tened cuidado al admirar cómo nadan los cisnes de no caer en el estanque...». Los hermanos, con las manos caídas, permanecen mudos; con la gorra coronada por una pluma arranca al ala del chotacabras de la Carolina, el pantalón de terciopelo hasta las rodillas, y las medias de seda roja, se toman de la mano y salen del salón, teniendo cuidado de no pisar el suelo de ébano sino con la punta del pie. Estoy seguro de que no se divertirán y se pasearán con gesto serio por las avenidas de plátanos. Su inteligencia es precoz. Mejor para ellos. «... cuidados inútiles, te acuno en mis brazos y eres insen¬sible a mis súplicas. ¿Quieres levantar la cabeza? Abrazaré tus rodillas si es preciso. Pero no... vuelve a caer inerte». -«Dulce dueño mio, si se lo permites a tu esclava, iré a mi cuarto a buscar un frasco de esencia de trementina, que uso habitualmente cuando la jaqueca invade mis sienes después de regresar del teatro, o cuando la lectura de un relato emocionante, consignado en los anales británicos de la historia caballeresca de nuestros antepasados, arroja mi pensamiento soñador en las turberas del adormecimiento». -«Mujer, no te había concedido la palabra y no tenias derecho a tomarla. Desde nuestra legítima unión, ninguna nube ha venido a interponerse entre nosotros. Estoy satisfecho de ti, jamás he teñido que reprocharte nada: y recíprocamente. Ve a tu cuarto a buscar el frasco de esencia de trementina. Sé que se halla en uno de los cajones de tu cómoda, y no acabas de hacérmelo saber. Apresúrate en subir los peldaños de la escalera de caracol, y vuelve aquí con un rostro alegre». Pero apenas la sensible londinense ha llegado a los primeros escalones (no corre tan apresuradamente como una persona de las clases inferiores) cuando una de las doncellas de cámara desciende del primer piso, las mejillas enrojecidas y sudorosas, con el frasco que tal vez contiene el vital licor entre sus paredes de cristal. La doncella se inclina con gracia al presentar el encargo, y la madre, con su paso real, se dirije hacia los flecos que guarnecen el sofá, único objetivo que preocupa a su ternura. El comodoro, con un gesto altivo, aunque afable, acepta el fras¬co de las manos de su esposa. Moja en el líquido un pañuelo de la India y rodea la cabeza de Mervyn con los meandros orbiculares de la seda. Respira sales; mueve un brazo. La circulación se reanima, y se oyen los gritos jubilosos de una cacatúa de Filipinas, posada en el alféizar de la ventana. «¿Quién va ahí? No me detengáis... ¿Dónde estoy? ¿Es un ataúd lo que soporta mis torpes miembros?, las tablas me parecen gratas... El medallón que contiene el retrato de mi madre, ¿está aún colgado de mi cuello?... Atrás, malhechor de cabeza desgrañada. No ha podido prenderme, y he dejado entre sus dedos un palmo de mi jubón. Soltad la cadena de los dogos, pues esta noche un reconocido ladrón puede introducirse en nuestra casa mientras estamos sumergidos en el sueño. Padre mío y madre mía, os reconozco y os agradezco vuestros cuidados. Llamad a mis hermanitos. Para ellos había comprado garrapiñadas, y quiero abrazarlos». Después de estas palabras cae en un profundo sueño letárgico. El médico, a quien se ha llamado a toda prisa, se frota las manos y exclama: «La crisis ha pasado. Todo va bien. Mañana vuestro hijo se despertará sano. Marchaos todos a vuestras respectivas camas, lo ordeno, a fin de que me quede solo con el enfermo hasta la aparición de la aurora y el canto del ruiseñor». Maldoror, escondido tras la puerta, no ha perdido ni una palabra. Ahora conoce el carácter de los habitantes de la mansión y obrará en consecuencia. Sabe dónde reside Mervyn y no desea saber más. Ha anotado en un cuadernillo el nombre de la calle y el número de la casa. Es lo principal. Está seguro de que no lo olvidará. Avanza, como una hiena, sin ser vista, bordeando los lados del patio. Escala la verja con agilidad y se traba un instante en las puntas de hierro; de un salto se pone en la calzada. Se aleja son sigilo: «Me tomó por un malhechor, exclama, es un imbécil. Quisiera encontrar a un hombre exento de la acusación que el enfermo arrojó sobre mí. No le arranqué un trozo de su jubón, como ha dicho. Simple alucinación hipnagógica causada por el terror. Mi intención no era apoderarme hoy de él, pues tengo ulteriores proyectos sobre ese adolescente tímido». Dirigios al lugar donde se halla el lago de los cisnes, y os diré más tarde por qué hay uno completamente negro entre el grupo, cuyo cuerpo, sosteniendo un yunque, sobre el que hay el cadáver en putrefacción de un cangrejo ermitaño, inspira, con todo derecho, desconfianza a los otros camaradas acuáticos.
III
Mervyn está en su habitación; ha recibido una carta. ¿Quién le escribe una carta? Su inquietud le ha impedido dar las gracias al agente postal. El sobre tiene los bordes en negro, y las palabras han sido escritas de manera apresurada. ¿Le llevará esa carta a su padre? ¿Y si el firmante se lo prohibe expresamente? Lleno de angustia, abre la ventana para respirar los aromas de la atmósfera; los rayos de sol reflejan sus prigmáticas irradiaciones sobre los espejos de Venecia y las cortinas de damasco. Deja la misiva a un lado, entre los libros de cantos dorados y álbumes con cubierta de nácar esparcidos sobre el cuero repujado que recubre la superficie de su pupitre escolar. Abre el piano y hace correr sus afilados dedos sobre las teclas de marfil. Las cuerdas de latón no suenan. Este aviso indirecto le induce a recoger el papel vitela: pero éste retrocede, como si hubiera sido ofendido por la vacilación del destinatario. Preso de esa trampa, la curiosidad de Mervyn crece y abre el trozo de papel preparado. Hasta ese momento sólo había visto su propia escritura. «Muchacho, me intereso por usted, quiero hacer su felicidad. Le tomaré como compañero y realizaremos largas peregrinaciones a las islas de Oceanía. Mervyn, sabes que te amo y no tengo necesidad de probártelo. Me concederas tu amistad, estoy persuadido de ello. Cuando me conozcas más, no te arrepentirás de la confianza que me hayas testimoniado. Yo te preservaré de los peligros a que te lleve tu inexperiencia. Seré para ti un hermano y no te faltarán los buenos consejos. Para más largas explicaciones, hállate pasado mañana por la mañana, a las cinco, en el puente del Carrusel. Si no hubiera llegado yo, espérame, aunque espero llegar a la hora exacta. Haz tú lo mismo. Un inglés no perderá fácilmente la ocasión de ver claro en sus asuntos. Muchacho, te saludo, y hasta pronto. No enseñes esta carta a nadie». -«Tres estrellas en vez de firma», exclama Mervyn, «y una mancha de sangre en la parte inferior de la hoja». Abundantes lágrimas corren sobre las curiosas frases que sus ojos han devorado y abren a su espíritu el campo ilimitado de los horizontes inciertos y nuevos. Le parece (sólo después de acabar la lectura) que su padre es un tanto severo y su madre demasiado majestuosa. Posee razones que no han llegado a mi conocimiento y, por lo tanto, no os podré transmitir, para insinuar que tampoco está de acuerdo con sus hermanos. Esconde la carta en su pecho. Sus profesores observaron que ese día no parecía el mismo: sus ojos estaban desmesuradamente ensombrecidos, y el velo de la reflexión excesiva había descendido sobre la región periorbitaria. Cada una de los profesores enrojeció, por miedo a no encontrarse a la altura intelectual de su alumno, y, sin embargo, éste, por primera vez, descuidó sus deberes y no trabajó. Por la noche, la familia se reunió en el comedor, decorado con retratos antiguos. Mervyn admira las fuentes repletas de viandas suculentas y las frutas aromáticas, pero no come; los chorros policromos de los vinos del Rhin y el espumoso rubí del champán, engastándose en las estrechas y altas copas de cristal de Bohemia, permanecen incluso indiferentes a su vista. Apoya su codo en la mesa y queda absorto en sus pensamiento, como un sonámbulo. El comodoro, de rostro curtido por la espuma de los mares, se inclina al oído de su esposa: «El mayor ha cambiado de carácter desde el día de la cri¬sis, se dejaba llevar demasiado por las ideas absurdas; hoy está mucho más ensimismado que de costumbre. Desde luego, yo no era así cuando tenia su edad. Haz como si no te dieras cuenta de nada. Ahora es cuando un remedio eficaz, material o moral, sería de fácil empleo. Mervyn, tú que gustas de la lectura de libros de viaje y de historia natural, voy a leerte un relato que no te disgustará. Escuchadme con atención, y cada uno sacará provecho, yo el primero. Y vosotros, niños, por la atención que sabréis prestad a mis palabras, aprended a perfeccionar el diseño de vuestro estilo, y a daros cuentas de las menores intenciones de un autor». ¡ Cómo si aquella nidada de adorables chiquillos hubiera podido comprender lo que era la retórica! Dice, y, a un gesto de su mano, uno de los hermanos se dirige hacia la biblioteca paterna y vuelve con un volumen bajo el brazo. Mientras tanto, habían quitado los cubiertos y la platería, y el padre tomó el libro. A la palabra electrizante, viajes, Mervyn alzó la cabeza y se esforzó en poner término a sus meditaciones inoportunas. El libro fue abierto hacia la mitad, y la voz metálica del comodoro dio pruebas de que aún era capaz, como en los días de su gloriosa juventud, de dominar el furor de los hombres y de las tempestades. Mucho antes de que terminara la lectura, Mervyn recayó sobre sus codos, ante la imposibilidad de seguir por más tiempo el razonado desarrollo de las frases de trámite y la saponificacion de las obligadas metáforas. El padre exclama: «Esto no le interesa, leamos otra cosa. Lee tú, mujer, serás más feliz que yo si alejas la tristeza diaria de nuestro hijo». La madre ya no tiene esperanza; sin embargo, se apodera de otro libro, y el timbre de su voz de soprano suena melodiosamente en los oídos del producto de su concepción. Pero, después de algunas palabras, el desaliento le invade y, por sí misma, deja la interpretación de la obra literaria. El primogénito exclama: «Voy a acostarme». Se retira, los ojos bajos con una fría fijeza, sin añadir nada más. El perro comienza a lanzar un lúgubre ladrido, pues no encuentra esa conducta natural, y el viento del exterior, penetrando desigualmente por la fisura longitudinal de la ventana, hace vacilar la llama, disminuida por las dos cúpulas de cristal rosado de la lámpara de bronce. La madre apoya las manos en su frente, y el padre eleva los ojos al cielo. Los hijos arrojan miradas azoradas al viejo marino. Mervyn cierra la puerta de su cuarto con doble vuelta de llave y su mano resbala rápidamente sobre el papel: «He recibido su carta a mediodía y espero me perdone si le he hecho esperar la respuesta. No tengo el honor de conocerle personalmente y no sabia si debía escribirle. Pero como la descortesía no se aloja en esta casa, he resuelta tomar la pluma para agradecerle calurosamente el interés que se toma por un desconocido. Dios me guarde de no mostrar reconocimiento por la simpatía con que me colma. Conozco mis imperfecciones y eso no me hace ser más orgulloso. Pero si es conveniente aceptar la amistad de una persona mayor, también lo es hacerle comprender que nuestros caracteres no son iguales. En efecto, usted parece ser de más edad que yo, puesto que me llama muchacho, pero aun así conservo dudas sobre su verdadera edad. Entonces ¿cómo conciliar la frialdad de sus silogismos con la pasión que de ellos se desprende? Es cierto que no abandonaré el lugar que me ha visto nacer para acompañarle por comarcas lejanas; eso sería posible a condición de pedirle antes a los autores de mis días un permiso impacientemente esperado. Pero como me ha ordenado que guarde secreto (en el sentido elevado al cubo de la palabra) sobre este asunto espiritualmente tenebroso, me apresuraré a obeceder su incontestable prudencia. Por lo que parece, no afrontaría con placer la claridad de la luz. Puesto que da a entender su deseo de que yo tenga confianza en su persona (deseo que no está fuera de lugar, me agrada confesarlo), le ruego que tenga la bondad de testimoniar, por lo que me toca, una confianza análoga, y de no tener la pretensión de creer que estoy tan alejado de su opinión como que para que pasado mañana por la mañana, a la hora indicada, no acuda puntualmente a la cita. Saltaré el muro que rodea el parque, pues la verja estará cerrada, y nadie será test¬go de mi partida. Para hablar con franqueza, qué no haría yo por usted, cuyo inexplicable afecto ha sabido en seguida revelarse ante mis deslumbrados ojos, sobre todo asombrados de tal prueba de bondad, la cual estoy seguro nunca habría esperado. Porque no le conocía. Ahora le conozco. No olvide la promesa que me ha hecho de pasear por el puente del Carrusel. En el caso de que yo pase por allí, tengo la absoluta certeza de que le encontraré y le estrecharé la mano, con tal de que esa inocente manifestación de un adolescente que todavía ayer se inclinaba ante el altar del pudor no le ofenda con su respetuosa familiaridad. Por otra parte, ¿no es confesable la familiaridad en el caso de una fuerte y ardiente intimidad, cuando el extravío es serio y convicto? ¿Y qué mal existiría después de todo, se lo pregunto, en que le diga adiós de paso, cuando pasado mañana, llueva o no, hayan dado las cinco? Apreciará, gentleman, el tacto con que he concebido mi carta, pues no me permito, en una simple hoja, apta para perderse, decirle algo más. Su dirección al final de la página es un jeroglífico. He necesitado casi un cuarto de hora para descifrarlo. Creo que ha hecho bien en trazar las palabras de una manera microscópica. Me dispenso de firmar, y en esto le imito: vivimos en un tiempo demasiado excéntrico como para asombrarse un instante de lo que podría ocurrir. Sería curioso saber cómo ha averiguado el lugar en donde mora mi glacial inmovilidad, rodeada de una larga hilera de salas desiertas, inmundos osarios de mis horas de hastío. ¿Cómo lo diría? Cuando pienso en usted, mi pecho se agita, resonante como el derrumbamiento de un imperio en decadencia, pues la sombra de su amor acusa una sonrisa que tal vez no exista: ¡es una sombra tan vaga y mueve sus escamas tan tortuosamente! En sus manos dejo mis impetuosos sentimientos, piezas de mármol completamente nuevas, y virgenes aún de todo contacto mortal. Tengamos paciencia hasta los primeros fulgores del crepúsculo matinal, y, en espera del momento que me arrojará en el entretejido horroroso de sus brazos pestíferos, me inclino hu¬mildemente ante sus rodillas, que abrazo». Después de haber escrito esta carta culpable, Mervyn la lleva al correo y vuelve a meterse en la cama. No penséis encontrar en ella a su ángel guardián. La cola de pez sólo volará durante tres días, es verdad, pero, ¡ ay!, por eso la viga no estará menos quemada, y una bala cilindro cónica atravesará la piel del rinoceronte, a pesar de la muchacha de nieve y el mendigo. El loco coronado habrá dicho la verdad sobre la fidelidad de los catorce puñales.

¡ Percibí que sólo tenía un ojo en medio de la frente! ¡Oh espejos de plata, incrustados en los paneles de los vestíbulos, cuántos servicios me habéis prestado con vuestro poder reflector! Desde el día en que un gato de angora me royó durante una hora la protuberancia parietal, lo mismo que un trépano que perfora un cráneo, lanzándose bruscamente sobre mi espalda, porque yo había hecho hervir a sus crías en un barreño lleno de alcohol, no he dejado de lanzar contra mí mismo la flecha del tormento. Hoy, bajo la impresión de las heridas que mi cuerpo ha recibido en diversas circunstancias, sea por la fatalidad de mi nacimiento, sea por el hecho de mi propia culpa; abrumado por las consecuencias de mi caída moral (algunas han sido cumplidas, ¿quién preverá las demás?); espectador impasible de las monstruosidades adquiridas o naturales, que decoran las aponeurosis y el intelecto de quien habla, arrojo una larga mirada de satisfacción sobre la dualidad que me compone... ¡y me encuentro hermoso! Hermoso como el vicio congénito de conformación de los órganos sexuales del hombre, consistente en la brevedad relatival del canal de la uretra y la división o ausencia de su pared inferior, de tal manera que el canal se abre a una distancia variable del glande y por debajo del pene; o también como la carúncula carnosa, de forma cónica, surcada por arrugas transversales bastante profundas, que se eleva en la base del pico superior del pavo, o mejor como la verdad siguiente: «El sistema de las gamas, de los modos y de su encadenamiento armónico no descansa sobre leyes naturales invariables, sino, por el contrario, es la consecuencia de los principios estéticos que han cambiado con el desarrollo progresivo de la humanidad, y que cambiarán todavía»; y sobre todo, como una corbeta acorazada de torreones. Sí, mantengo la exactitud de mi aserción. Me vanaglorio de no sufrir ninguna ilusión presuntuosa, y no obtendría ningún provecho de la mentira; así que, sobre lo que he dicho, no debéis tener ninguna vacilación en creerlo. Pues, ¿por qué habría de inspirarme horror a mí mismo, frente a los testimonios elogiosos que parten de mi conciencia? No le envidio nada al Creador, pero que me deje descender por el río de mi destino, a través de una serie creciente de crímenes gloriosos. Si no, elevando a la altura de su frente una mirada irritada de todo obstáculo, le haré comprender que no es el único dueño del universo; que numerosos fenómenos que provienen directamente de un conocimiento más profundo de la naturaleza de las cosas, declaran en favor de la opinión contraria, y oponen un formal desmentido a la viabilidad de la unidad del poder. Somos dos para contemplarnos las pestañas de los párpados, ya lo ves... y sabes que más de una vez ha resonado, en mi boca sin labios, el clarín de la victoria. Adiós, guerrero ilustre; tu valor entre la desgracia inspira la estimación de tu enemigo más encarnizado; pero Maldoror te encontrará de nuevo muy pronto para disputarte la presa denominada Mervyn. Así se cumplirá la profecía del gallo, cuando vislumbró el porvenir en el fondo del candelabro. ¡Ruego al cielo que el cangrejo ermitaño alcance a tiempo la caravana de peregrinos y le haga saber en cuatro palabras la narración del trapero del Clignancourt!
V
En un banco del Palais-Royal, al lado izquierdo y no lejos del estanque, un individuo que desembocó de la calle de Rívoli, vino a sentarse. Tenía el cabello en desorden, y sus ropas revelaban la acción corrosiva de una miseria prolongada. Hizo en el suelo un agujero con un trozo puntiagudo de madera y llenó de tierra el hueco de su mano. Se llevó ese alimento a la boca y la arrojó con precipitación. Se levantó, y, apoyando su cabeza contra el banco, dirigió las piernas hacia arriba. Pero como esta actitud funambulesca está fuera de las leyes de la gravitación que rigen el centro de gravedad, volvió a caer pesadamente sobre el banco, con los brazos caídos, la gorra ocultándole la mitad del rostro, y las piernas golpeando la grava en una situación de equilibrio inestable, cada vez más inseguro. Permaneció largo tiempo en esa posición. Hacia la entrada medianera del norte, junto a la rotonda que contiene un salón de café, el brazo de nuestro héroe se apoyó en la verja. Su mirada recorrió la superficie del rectángulo, a fin de no dejar escapar ninguna perspectiva. Sus ojos se volvieron sobre sí, después de acabada la investigación, y percibió, en medio del jardín, a un hombre que hacía gimnasia oscilante con un banco sobre el cual se esforzaba por sostenerse, cumpliendo unos milagros de fuerza y de habilidad. Pero ¿qué puede hacer la mejor de las intenciones, llevada al servicio de una causa justa, contra los desarreglos de la alienación mental? Se dirigió hacia el loco, le ayudó bénevolamente a que su dignidad tomara de nuevo una posición normal, le tendió la mano y se sentó a su lado. Notó que la locura era sólo intermitente, el acceso había pasado, y su interlocutor respondía lógicamente a todas las preguntas. ¿Es preciso comunicar el sentido de las palabras? ¿Por qué volver a abrir, por una página cualquiera, con un apresuramiento blasfematorio, el infolio de las miserias humanas? Nada hay que sea de una enseñanza más fecunda. Aunque no tuviera ningún acontecimiento verdadero que haceros oir, inventaría relatos imaginarios para trasvasarlos a vuestros cerebros. Pero el enfermo no ha llegado a serlo por su propio placer, y la sinceridad de sus relaciones se alía de maravilla con la credulidad del lector. «Mi padre era un carpintero de la calle de la Verrerie... ¡Que la muerte de las tres Margaritas caiga sobre su cabeza y que el pico del canario le roa eternamente el eje del bulbo ocular! Había adquirido la costumbre de emborracharse; en esos momentos, cuando regresaba a casa, después de haber recorrido los mostradores de los bares, su furor se volvía casi inconmensurable, y golpeaba indistintamente los objetos que se presentaban a su vista. Pero muy pronto, ante los reproches de los amigos, se corrigió completamente y se volvió de un humor taciturno. Nadie se le podía aproximar, ni siquiera nuestra madre. Conservaba un secreto resentimiento contra la idea del deber que le impedía conducirse a su antojo. Yo había comprado un canario para mis tres hermanas; era para mis tres hermanas para quienes había comprado un canario. Ellas lo encerraron en una jaula, encima de la puerta, y los que pasaban se detenían siempre para escuchar los cantos del pájaro, admirar su gracia fugitiva y estudiar sus sabias formas. Más de una vez mi padre había dado la orden de que se hiciera desaparecer la jaula y su contenido, pues se figuraba que el canario se burlaba de su persona arrojándole el ramo de aéreas cavatinas de su talento de vocalista. Fue a descolgar la jaula del clavo y, ciego de cólera, resbaló de la silla. Una ligera excoriación en la rodilla fue el trofeo de su empresa. Después de haber permanecido durante unos segundos presionándose la parte hinchada con un viruta, bajó el pernil del pantalón, con las cejas fruncidas, tomó mayores precauciones, colocó la jaula bajo el brazo y se dirigió hacia el fondo del taller. Allí, a pesar de los gritos y las súplicas de la familia (estimábamos mucho a aquel pájaro, que era para nosotros como el genio de la casa), aplastó con sus tacones guarnecidos de hierro la jaula de mimbre, mientras una garlopa, que hacía girar en torno a su cabeza, mantenía a distancia a los asistentes. El azar hizo que el canario no muriera por el golpe; ese copo de plumas vivía aún, a pesar de la mancha de sangre. El carpintero se alejó y cerró la puerta con ruido. Mi madre y yo nos esforzamos por retener la vida del pájaro, dispuesto a escaparse; alcanzaba a su fin y el movimiento de sus alas sólo se ofrecía a la vista como el espejo de la suprema convulsión de agonía. Durante este tiempo, las tres Margaritas, cuando advirtieron que toda esperanza estaba perdida, se cogieron de la mano, de común acuerdo, y la cadena viviente fue a acurrucarse, después de haber empujado unos pasos a un barril de grasa, detrás de la escalera, junto a la casa de nuestra perra. Mi madre no cesaba en su tarea, y mantenía al canario entre los dedos para calentarlo con su aliento. Yo corría enloquecido por todas las habitaciones, tropezando con los muebles y demás objetos. De vez en cuando, una de mis hermanas asomaba la cabeza tras el bajo de la escalera para informarse de la suerte del desdichado pájaro, y volvía a esconderla con tristeza. La perra había salido de su casucha, y, como si hubiera comprendido el alcance de nuestra pérdida, lamía con la lengua del estéril consuelo el vestido de las tres Margaritas. Al canario sólo le quedaban unos instantes de vida. Una de mis hermanas (era la más joven) a su vez mostró su cabeza entre la penumbra formada por la rarefacción de luz. Vio que mi madre palidecía y que el pájaro, después de levantar el cuello durante un destello, como última manifestación de su sistema nervioso, volvía a caer entre sus dedos, inerte para siempre. Ella anunció la noticia a sus hermanas. No hicieron oír el ruido de ninguna queja, ningún murmullo. El silencio reinaba en el taller. Sólo se distinguía el crujido de las sacudidas de los fragmentos de la jaula que, en virtud de la elasticidad de la madera, cobraba de nuevo en parte la posición primordial de su construcción. Las tres Margaritas no derramaron ninguna lágrima y su rostro no perdió nada de su purpúrea frescura; no... solamente permanecieron inmóviles. Se arrastraron hacia el interior de la perrera y se tendieron sobre la paja, una al lado de la otra, mientras la perra, testigo pasivo de su maniobra, las observaba asombrada. Varias veces mi madre las llamó, pero no emitieron el sonido de ninguna respuesta. Fatigadas por las emociones precedentes, probablemente dormían. Ella registró todos los rincones de la casa sin encontrarlas. Siguió a la perra, que le tiraba de la falda, hasta la perrera. La mujer se agachó y colocó la cabeza en la entrada. El espectáculo del que tuvo la posibilidad de ser testigo, dejando aparte las exageraciones malsanas del pavor maternal, no podía ser 'sino lastimoso, según los cálculos de mi espíritu. Encendí una vela y se la ofrecí; de esa manera no se le escaparía ningún detalle. Retiro la cabeza, cubierta de briznas de paja, de la prematura tumba y me dijo: «Las tres Margaritas están muertas». Como no podíamos sacarlas de ese lugar, retened bien esto, pues estaban estrechamente abrazadas las tres juntas, fui al taller a buscar un martillo para romper la morada canina. Me puse en seguida a la obra de demolición, y los transeúntes pudieron creer, por poca imaginación que tuviesen, que el trabajo no cesaba en nuestra casa. Mi madre, impaciente por ese retardo que, sin embargo, era indispensable, se rompía las uñas contra las tablas. Por fin, la operación del rescate terminó; la perrera hecha pedazos se abrió por todos lados y retiramos de los escombros, una tras otra, después de haberlas separado con dificultad, a las hijas del carpintero. Mi madre abandonó el país. No he vuelto a ver a mi padre. En cuanto a mí, dicen que estoy loco e imploro la caridad pública. Lo que sé es que el canario no canta más». El oyente aprueba en su interior ese nuevo ejemplo aportado con el apoyo de sus repugnantes teorías. Como si a causa del hombre, en otro tiempo curda, se tuviera el derecho a acusar a la humanidad entera. Tal es al menos la paradójica reflexión que intenta introducir en su espíritu, pero no consigue expulsar de él las importantes enseñanzas de la grave experiencia. Consuela al loco con una fingida compasión y le enjuga las lágrimas con su propio pañuelo. Le lleva a un restaurante y comen en la misma mesa. Van a casa de un sastre de moda y viste al protegido como a un príncipe. Llaman en la casa del portero de una gran mansión de la calle Saint-Honoré y el loco se instala en un rico apartamento del tercer piso. El bandido le obliga a aceptar su bolsa, y, tomando el orinal de debajo de la cama, lo pone sobre la cabeza de Aghone. «Te corono rey de las inteligencias, exclama con un énfasis premeditado; acudiré a la menor llamada; coge a manos llenas de mis cofres; te pertenezco en cuerpo y alma. De noche, colocarás de nuevo la corona de alabastro en su sitio de costumbre, con el permiso para usarla; pero de día, desde que la aurora ilumine las ciudades, colócala sobre tu frente, como símbolo de tu poderío. Las tres Margaritas revivirán en mi, sin contar que yo seré tu madre». Entonces, el loco retrocedió algunos pasos, como si estuviera preso de una insultante pesadilla; las lineas de la felicidad se pintaron en su rostro, arrugado por las penas; se arrodilló, lleno de humildad, a los pies de su protector. ¡El agradecimiento había penetrado, como un veneno, en el corazón del loco coronado! Quiso hablar y su lengua se paralizó. Inclinó su cuerpo hacia adelante y cayó sobre el pavimento. El hombre de labios de bronce se retiró. ¿Cuál era su fin? Adquirir un amigo a toda prueba, lo bastante ingenuo como para obedecer todos sus mandatos. No podía haber encontrado a nadie mejor, y el azar lo había favorecido. El que ha encontrado, acostado en un banco, no sabe ya, después de un acontecimiento de su juventud, distinguir el bien del mal. Es Aghone mismo a quien precisaba.
VI
El Todopoderoso había enviado a la tierra a alguno de sus arcángeles, a fin de salvar al adolescente de una muerte segura. ¡Se verá obligado a bajar él mismo! Pe¬ro no hemos llegado todavía a esa parte de nuestro relato, y me veo en la obligación de cerrar la boca, porque no puedo decirlo todo a la vez: cada truco de efecto aparecerá en su lugar, cuando la trama de esta ficción no tenga inconveniente. Para no ser reconocido, el arcángel había tomado la forma de un cangrejo ermitaño, grande como una vicuña. Se mantenía en la punta de un escollo, en medio del mar, y esperaba el momento favorable de la marea para bajar a la orilla. El hombre de labios de jaspe, oculto detrás de una sinuosidad de la playa, espiaba al animal con un bastón en la mano. ¿Quién hubiera deseado leer en el pensamiento de esos dos seres? Al primero no se le ocultaba que tenía una misión difícil de cumplir: «¿Y cómo tener éxito, exclamaba, mientras las olas crecientes golpeaban su refugio temporal, allí donde mi señor ha visto más de una vez fracasar su fuerza y su valor? Yo no soy más que una sustancia limitada, mientras que el otro nadie sabe de dónde viene y cuál su meta final. A su nombre, los ejércitos celestiales tiemblan, y más de uno cuenta, en las regiones que he abandonado, que ni Satán mismo, Satán, la encarnación del mal, es tan temible». El segundo hacía las siguientes reflexiones, que encontraron eco en la cúpula azulada que ensuciaron: «Tiene un aspecto de total inexperiencia; le arreglaré las cuentas en seguida. Viene sin duda de las alturas, enviado por aquel que tanto teme venir él mismo. Veremos, por la obra, si es tan imperioso como parece; no es un habitante del albaricoque terrestre; traiciona su origen seráfico por sus ojos errantes e indecisos». El cangrejo ermitaño, que desde hacia algún tiempo paseaba su mirada por un espacio delimitado de la costa, percibió a nuestro héroe (éste se levantó entonces en toda la altura de su talla hercúlea), y le apostrofó en los términos que van a renglón seguido: «No intentes luchar y rindete. Soy enviado por alguien que es superior a nosotros dos para cargarte de cadenas y poner los dos miembros cómplices de tu pensamiento en la imposibilidad de moverse. Coger cuchillos y puñales con tus manos es algo que desde ahora te está prohibido, créeme, tanto por tu propio interés como por el de los demás. Vivo o muerto, te tendré, aunque tengo orden de llevarte vivo. No me pongas en el compromiso de tener que recurrir al poder que me ha sido conferido. Me conduciré con delicadeza; por tu lado, no opongas ninguna resistencia. Y así reconoceré con complacencia y alegría, que has dado el primer paso hacia el arrepentimiento». Cuando nuestro héroe oyó esa arenga, marcada de una sal tan profundamente cómica, le costó trabajo mantener la seriedad sobre la rudeza de sus rasgos curtidos. Pero, en fin, nadie se extrañará si añado que acabó por estallar de risa. ¡Era más fuerte que él! ¡No había en ello mala intención! ¡En verdad no quería atraerse los reproches del cangrejo ermitaño! ¡Cuántos esfuerzos no hizo por poner fin a la hilaridad! ¡ Cuántas veces no apretó sus labios uno contra otro para no parecer que ofendía a su desconcertado interlocutor! Desgraciadamente, su carácter participaba de la naturaleza humana, y se reia como las ovejas. Por fin se detuvo. ¡Ya era hora! ¡Había estado a punto de reventar! El viento llevó esta respuesta al arcángel del escollo: «Cuando tu señor no envíe más caracoles y cangrejos para arreglar sus asuntos, y se digne parlamentar personalmente conmigo, encontrará, estoy seguro, el medio de entendernos, puesto que soy inferior al que te envió, como has dicho con tanta precisión. Hasta ahora, las ideas de reconciliciación me parecen prematuras, y aptas solamente para producir un resultado quimérico. Estoy muy lejos de desconocer lo que hay de sensato en cada una de tus silabas, y, como podríamos cansar inútilmente nuestras voces, al hacerles recorrer tres kilómetros de distancia, me parece que actuarías con talento si descendieras de tu fortaleza inexpugnable y alcanzaras la tierra firme a nado: discutiriamos más cómodamente las condiciones de una rendición que, por legítima que fuese, no dejaría de ser para mi a fin de cuentas una perspectiva desagradable». El arcángel, que no esperaba esa buena voluntad, asomó un punto su cabeza de las profundidades de la grieta, y respondió: «¡Oh Maldoror, por fin ha llegado el día en que tus abominables instintos verán apagarse la antorcha de injustificable orgullo que les conduce a la condenación eterna! Seré el primero en relatar ese loable cambio a las falanges de querubines, felices por encontrar de nuevo a uno de ellos. Ya sabes, y no lo has olvidado, que hubo una época en que no ocupabas el primer lugar entre nosotros. Tu nombre iba de boca en boca, y actualmente es el tema de nuestras solitarias conversaciones. Ven pues... ven a firmar una paz duradera con tu antiguo señor; te recibirá como a un hijo perdido y no advertirá la enorme cantidad de culpa que posees, como una montaña de cuernos de alce levantada por los indios, amontonada sobre tu corazón». Dijo esto, y sacó todas las partes de su cuerpo del fondo de la oscura abertura. Se mostró radiante sobre la superficie del escollo, lo mismo que un sacerdote de las religiones cuando tiene la certeza de recuperar una oveja extraviada. Se decidió a saltar sobre el agua, para dirigirse a nado hacia el perdonado. Pero el hombre de labios de zafiro calculó hace mucho tiempo un pérfido golpe. Lanzó su bastón con fuerza, y, después de muchos rebotes sobre las olas, fue a golpear en la cabeza del arcángel bienhechor. El cangrejo, mortalmente alcanzado, cayó al agua. La marea llevó a la orilla el despojo flotante. Esperó a la marea para efectuar más fácilmente el descenso. Pero cuando llegó la marea, lo meció con sus cantos, y lo depositó blandamente en la playa, ¿quedó el cangrejo contento? ¿Qué más quería? Y Maldoror, inclinado sobre la arena de la playa, recibió en sus brazos a sus dos amigos, inseparablemente reunidos por el azar del oleaje: ¡el cadáver del cangrejo ermitaño y el 'bastón asesino! «Aún no he perdido mi destreza, exclama, que sólo reclama ejercicio; mi brazo conserva su fuerza y mi ojo su precisión». Contempló al animal inanimado. Temía que le pidieran cuentas de la sangre derramada. ¿Dónde escondería al arcángel? Y, al mismo tiempo, se preguntaba si la muerte fue instantánea. Se echó a la espalda un yunque y un cadáver y se dirigió hacia un vasto estanque, cuyas orillas estaban cubiertas y como amuralladas por una inextricable maraña de grandes juncos. Quiso primero tomar un martillo, pero este es un instrumento demasiado ligero, mientras que con un objeto más pesado, si el cadáver da señales de vida, lo depositará en el suelo y lo hará polvo a golpe de yunque. No es vigor lo que le falta a su brazo, vaya, esa es la menor de las dificultades. Cuando tuvo a la vista el lago, lo vio poblado de cisnes. Pensó en un retiro seguro para él; con ayuda de una metamorfosis, sin abandonar su carga, se mezcló con la bandada de aves. Notad la mano de la Providencia allí donde uno está tentado de verla ausente, y sacad buen provecho del milagro del que voy a hablaros. Negro como el ala de un cuervo, nadó tres veces entre el grupo de palmípedas de blancura deslumbrante, y tres veces conservó ese color distintivo que lo asemejaba a un bloque de carbón. Y es que Dios, en su justicia, ni siquiera permitió que su astucia pudiera engañar a una bandada de cisnes. De tal manera que permaneció ostensiblemente en el interior del lago, aunque todos se mantuvieron alejados y ningún ave se acercó a su plumaje vergonzoso para hacerle compañía. Entonces circunscribió sus inmersiones en un lugar apartado, al extremo del estanque, sólo entre los habitantes del aire, como lo estaba entre los hombre. ¡Así se preludiaba el increíble acontecimiento de la plaza Vendóme!
VII
El corsario de cabellos de oro recibió la respuesta de Mervyn. Sigue en esta página singular el rastro de las inquietudes intelectuales de quien la escribió, abandonado a las débiles fuerzas de su propia sugestión. Hubiera sido mejor consultar con sus padres, antes de responder a la amistad del desconocido. No le reportará ningún beneficio mezclarse, como principal actor, en esa equívoca intriga. Pero, en fin, él lo ha querido. A la hora indicada, Mervyn, desde la puerta de su casa, se fue derecho, siguiendo el bulevar Sebastopol, hasta la fuente de Saint-Michel. Tomó el muelle de los Grands-Augustins y atravesó el muelle Conti; en el instante en que pasaba por el muelle Malaquais, vio caminar por el muelle del Louvre, paralelamente a su propia dirección, a un individuo que llevaba un saco bajo el brazo y que parecía mirarlo con atención. Las brumas de la mañana se habían disipado. Los dos caminantes desembocaron al mismo tiempo a cada lado del puente del Carrusel. ¡Aunque no se habían visto nunca se reconocieron! En verdad, era emocionante ver a esos dos seres, separados por la edad, aproximar' sus almas por la grandeza de sus sentimientos. Al menos esa hubiera sido la opinión de los que se hubieran detenido ante ese espectáculo, que más de uno, incluso con un espíritu matemático, habría encontrado conmovedor. Mervyn, con el rostro lleno de lágrimas, pensó que había encontrado, por así decir, al comienzo de su vida, un precioso sostén para las futuras adversidades. Estad persuadidos de que el otro no decía nada. He aquí lo que hizo: desplegó el saco que llevaba, ensanchó la abertura, y, cogiendo al adolescente por la cabeza, hizo pasar el cuerpo entero dentro de la envoltura de tela. Anudó con su pañuelo el extremo que servía de entrada. Como Mervyn lanzara agudos gritos, alzó el saco como si fuera un paquete de ropa blanca y lo golpeó varias veces contra el pretil del puente. Entonces, el paciente, tras haber percibido el crujido de sus huesos, se calló. ¡Escena única, que ningún novelista volverá a encontrar! Pasó un carnicero, sentado sobre la carne de su carro. Un individuo corrió hacia él, le obligó a detenerse, y le dijo: «Lleva un perro encerrado en ese saco; tiene sarna: acabe con él lo más pronto». El interpelado se mostró complacido. El interruptor, al alejarse, percibió a una muchacha harapienta que le tendió la mano. ¿Hasta dónde llega el colmo de la audacia y de la impiedad? ¡ Le dio una limosna! Decidme si quéreis que os introduzca, unas horas más tarde, por la puerta de un matadero apartado. El carnicero estaba de vuelta y dijo a sus cámaradas, arrojando a tierra un fardo: «Apresuráos a matar ese perro sarnoso». Eran cuatro y cada uno de ellos empujaba el martillo de costumbre. Y, sin embargo, vacilaban porque el saco se movía con fuerza. «¿Qué emoción se apodera de mí?», gritó uno de ellos dejando caer lentamente su brazo. «Ese perro lanza gemidos de dolor como un niño, dijo otro; se diría que comprende la suerte que le espera». «Es su costumbre, respondió un tercero, incluso cuando no están enfermos, como en este caso, basta que su dueño se aleje unos días de la casa, para que se pongan a dar aullidos, verdaderamente penosos de soportar». «¡ Deteneos!... ¡ Deteneos!...», gritó el cuarto, antes de que todos los brazos se hubiesen levantado a compás para golpear resueltamente esta vez sobre el saco. «Deteneos, os digo, aquí hay algo que no está claro. ¿Quién os dice que en esta tela hay un perro? Quiero asegurarme». Entonces, a pesar de las burlas de sus compañeros, desató el paquete y extrajo, uno tras otro, los miembros de Mervyn. Estaba casi ahogado por la molestia de la postura. Se desmayó, al ver de nuevo la luz. Unos instantes después dio indudables muestras de vida. El salvador dijo: «Aprended para otra vez a tener prudencia en vuestro oficio. Habéis estado a punto de comprobar por vosotros mismos que de nada sirve practicar la inobservancia de esta ley». Los carniceros se fueron. Mervyn, con el corazón oprimido y lleno de presentimientos funestos, regresó a su casa y se encerró en su habitación. ¿Tengo que insistir sobre esta estrofa? ¡Ah, quién no deplorará los acontecimientos en ella consumados! Esperemos al final para emitir un juicio todavía más severo. El desenlace va a precipitarse, y en esta clase de relatos, donde una pasión, sea del género que sea, se abre sin miedo paso en medio de todo obstáculo, no hay razón para diluir en un recipiente la goma laca de cuatrocientas páginas banales. Lo que pueda ser dicho en media docena de estrofas, hay que decirlo, y después callarse.
VIII
Para construir mecánicamente el núcleo de un cuento soporífero, no basta con disecar tonterías y embrute¬cer a tope, con dosis renovadas, la inteligencia del lector, de tal manera que haga que sus facultades se paralicen para el resto de su vida, a causa de la ley infalible de la fatiga; es preciso, además, por medio de un buen fluido magnético, colocarlo ingeniosamente en la imposibilidad sonambúlica de moverse, forzándolo a que sus ojos se oscurezcan, en contra de su naturaleza, por la fijeza de los vuestros. Quiero decir, no para hacerme comprender mejor, sino para desarrollar mi pensamiento que interesa y molesta al mismo tiempo por una de las armonías más penetrantes, que no creo sea necesario, para alcanzar la meta propuesta, inventar una poesía totalmente al margen de la marcha ordinaria de la naturaleza, y cuyo hálito pernicioso parece trastornar incluso las verdades absolutas; pero alcanzar semejante resultado (conforme, por otra parte, con las reglas de la estética, si uno lo piensa bien), no es tan fácil como se cree: he aquí lo que quería decir. ¡Por eso haré todos los esfuerzos por conseguirlo! Si la muerte detiene la fantástica delgadez de los dos largos brazos de mis hombros, utilizados en el lúgubre aplastamiento de mi espejuelo literario, quiero al menos que el enlutado lector pueda decir: «Hay que hacerle justicia. Me ha cretinizado mucho. ¡ Qué no habría hecho, si hubiera vivido más tiempo! ¡Es el mejor profesor de hipnotismo que conozco!» Grabarán estas conmovedoras palabras en el mármol de mi tumba, y mis manes quedarán satisfechos. -Continúo. Había una cola de pez que se movía al fondo de un agujero, junto a mi bota sin tacón. No era natural preguntarse: «Dónde está el pez? No veo más que la cola que se mueve». Puesto que, precisamente, al reconocer de modo implícito que no veía al pez, era que en realidad el pez no estaba allí. La lluvia había dejado caer algunas gotas de agua en el fondo de ese embudo, excavado en la arena. En cuanto a la bota sin tacón, alguien ha pensado más tarde que provenía de algún abandono voluntario. El cangrejo ermitaño, por el poder divino, debía renacer de sus átomos disociados. Sacó del pozo la cola del pez y le prometió que la uniría a su cuerpo perdido, si anunciaba al Creador la impotencia de su mandatario para dominar las olas enfurecidas del mar maldororiano. Le prestó dos alas de albatros, y la cola de pez emprendió el vuelo. Voló hacia la morada del renegado para contarle lo que sucedía, y traicionar al cangrejo ermitaño. Este adivinó el propósito del espía, y, antes de que el tercer día llegara a su fin, atravesó a la cola de pez con una flecha envenenada. La garganta del espía dejó escapar una débil exclamación, que rindió el último suspiro antes de tocar la tierra. Entonces, una viga secular, situada en el tejado de un castillo, se alzó en toda su altura, saltando sobre sí misma, y pidió venganza a grandes gritos. Pero el Todopoderoso, convertido en rinoceronte, le hizo vez que aquella muerte era merecida. La viga se calmó, fue a situarse al fondo del castillo, recobró su posición horizontal, y llamó a las arañas asustadas, para que continuaran, como anteriormente, tejiendo su tela en los rincones. El hombre de labios de azufre conoció la debilidad de su aliada, y ordenó al loco coronado quemar la viga y reducirla a cenizas. Aghone ejecutó la severa orden. «Ya que, según usted, ha llegado el momento», exclamó, «he ido a recoger el anillo que había enterrado bajo la piedra, y lo he atado a uno de los extremos de la cuerda. He aquí el paquete». Y le enseñó una gruesa cuerda de sesenta metros de longitud enrollada sobre si misma. Su dueño le preguntó qué significaban los catorce puñales. Respondió que permanecían fieles y estaban dispuestos para cualquier incidente, si fuera necesario. El esforzado inclinó la cabeza en señal de satisfacción. Demostró sorpresa, e incluso inquietud, cuando Aghone añadió que había visto a un gallo partir con su pico un candelabro por la mitad, hundir alternativamente la mirada en cada una de las partes, y exclamar, batiendo sus alas con un frenético movimiento: «No hay tanta distancia como se cree desde la calle de la Paix hasta la plaza del Panthéon. ¡ Pronto tendrán la lamentable prueba!» El cangrejo ermitaño, montado en un fogoso caballo, corría a rienda suelta en dirección al escollo, testigo del lanzamiento del bastón por un brazo tatuado, asilo desde el primer día de su descenso a la tierra. Una caravana de peregrinos estaba en marcha para visitar el lugar, desde ahora consagrado por una muerte augusta. Esperaba alcanzarles para pedir socorro urgente contra la trama que se preparaba y de la que había tenido conocimiento. Veréis algunas líneas más adelante, con ayuda de mi silencio glacial, que no llegó a tiempo para contarles lo que le había referido un trapero escondido tras el andamiaje próximo de una casa en construcción, el día en que el puente del Carrusel, todavía cubierto del húmedo rocío nocturno, percibió con horror que el horizonte de su pensamiento se ensanchaba confusamente en círculos concéntricos ante la aparición matinal de la rítmica paliza de un saco icosaédrico contra el pretil calcáreo. Antes de que estimule su compasión por el recuerdo de ese episodio, sería bueno destruir en ellos la semilla de la esperanza... Para cortar vuestra pereza, usas los recursos de una buena voluntad, marchad a mi lado y no perdáis de vista a ese loco con la cabeza coronada por un orinal, que empuja por delante de él, con la mano armada de un bastón, a aquel que os costaría trabajo reconocer, si yo no me hubiese cuidado de advertiros y de recordar a vuestro oído la palabra que se pronuncia Mervyn. ¡Cómo ha cambiado! Con las manos atadas a la espalda avanza ante él, como si fuera al cadalso, y, sin embargo, no es culpable de ningún crimen. Han llegado al recinto circular de la plaza Vendome. Sobre la cornisa de la firme columna, apoyado contra la balaustrada cuadrangular, a más de cincuenta metros de altura, un hombre lanza y desenrolla una cuerda, que cae a tierra a sólo unos pasos de Aghone. Con el hábito se hace pronto una cosa, pero puedo decir que éste no empleó mucho tiempo en atar los pies de Mervyn al extremo de la cuerda. El rinoceronte sabia ya lo que iba a suceder. Cubierto de sudor, apareció jadeante por la esquina de la calle Castiglione. Ni siquiera tuvo la satisfacción de entablar combate. El individuo, que desde lo alto de la columna examinaba los alrededores, amartilló su revólver, apuntó con cuidado y apretó el gatillo. El comodoro que mendiaba por las calles desde el día en que había comenzado lo que creyó era la locura de su hijo, y la madre a quien había llamado la hija de la nieve a causa de su extremada palidez, colocaron su pecho por delante para proteger al rinoceronte. Inútil precaución. La bala agujereó su piel como una barrena; se hubiese podido creer, con una lógica apariencia, que la muerte se produciria infaliblemente. Pero nosotros sabíamos que en ese paquidermo se había introducido la sustancia del Señor. Se retiró entristecido. Si no estuviera probado que no fue demasiado bueno para una de sus criaturas, compadecería al hombre de la columna. Este, con un golpe seco de muñeca, atrajo hacia él la cuerda de ese modo lastrada. Colocada fuera de lo normal, sus oscilaciones balancean a Mervyn, con la cabeza hacia abajo. Agarra fuertemente con sus manos una larga guirnalda de siemprevivas que une dos ángulos contiguos de la base, contra la cual estrella su frente. Se lleva consigo por los aires lo que no era un punto fijo.
Después de haber amontonado a sus pies, bajo forma de elipses superpuestas, una gran parte de la cuerda, de modo que Mervyn quedara suspendido a mitad de la altura del obelisco de bronce, el forzado evadido, con su mano derecha, hace que el adolescente adquiera un movimiento de rotación uniformemente acelerado, en un plano paralelo al eje de la columna, mientras recoge con su mano izquierda los enrollamientos serpentinos de la cuerda, que yacen a sus pies. La honda silba en el espacio; el cuerpo que Mervyn la sigue por todas partes, siempre alejado del centro por la fuerza centrífuga, siempre conservando su posición móvil y equidistante, en una circunferencia aérea, independiente de la materia. El salvaje civilizado suelta poco a poco, hasta el otro extremo, que retiene con metacarpo firme, lo que se asemeja equivocadaménte a una barra de acero. Se pone a correr alrededor de la balaustrada, asiéndose a la rampa con una mano. Esta maniobrá tiene por objeto cambiar el plano primitivo de revolución de la cuerda y aumentar su fuerza de tensión, ya tan considerable. En adelante, gira majestuosamente en un plano horizontal, después de haber pasado sucesivamente, con una marcha insensible, a través de numerosos planos oblicuos. ¡El ángulo recto formado por la columna y la cuerda vegetal tienen sus lados iguales! El brazo del renegado y el instrumento asesino se confunden en la unidad lineal, como los elementos atomísticos de un rayo de luz que penetra en una habitación oscura. Los teoremas de la mecánica me permiten hablar así; ¡ay! se sabe que una fuerza añadida a otra fuerza engendra una resultante compuesta de las dos fuerzas primitivas. ¿Quién se atrevería a sostener que la cuerda lineal no se habría ya roto sin el vigor del atleta y sin la buena calidad del cáñamo? El corsario de cabellos de oro, bruscamente y al mismo tiempo, detiene la velocidad adquirida, abre la mano y suelta la cuerda. El contragolpe de esta operación, tan distinta a las precedentes, hace crujir las juntas de la balaustrada. Mervyn, seguido de la cuerda, parece un cometa arrastrando tras sí su resplandeciente cola. El anillo de hierro del nudo corredizo, reflejando los rayos del sol, obliga a completar la ilusión. En el recorrido de su parábola, el condenado a muerte hiende la atmósfera hasta la orilla izquierda, la sobrepasa en virtud de la fuerza de impulsión que supongo infinita, y su cuerpo va a chocar contra el domo del Panthéon, mientras la cuerda rodea en parte con sus repliegues la pared superior de la inmensa cúpula. Sobre su esférica y convexa superficie, que no se parece a una naranja más que por la forma, se ve, a cualquier hora del día, un esqueleto desecado que ha quedado suspendido. Cuando el viento lo balancea, se dice que los estudiantes del Barrio Latino, temerosos de una suerte parecida, rezan una breve oración: son insignificantes rumores a los que no hay que creer, propios sólo para asustar a los niños. Entre sus manos crispadas tiene como una gran cinta de viejas flores amarillas. Es preciso tener en cuenta la distancia, por lo que nadie puede afirmar, a pesar de que lo atestigüe su buena vista, que sean ésas en realidad las siemprevivas de que os hablé, y que una lucha desigual, entablada cerca de la nueva Opera, vio arrancar de un grandioso pedestal. No es menos cierto que las colgaduras en forma de luna creciente no reciben ya la expresión de su simetría definitiva en el número cuaternario: id a verlo vosotros mismos, si no me queréis creer.

EL genio garantiza las facultades del corazón.El hombre no es menos inmortal que el alma.¡ Los grandes pensamientos vienen de la razón! La fraternidad no es un mito.Los niños al nacer no conocen nada de la vida, ni siquiera la grandeza.En la desgracia, aumentan los amigos.Vosotros que entráis, abandonad toda desesperación.Bondad, tu nombre es hombre.Aquí reside la sabiduría de las naciones.Cada vez que he leído a Shakespeare, me ha parecido que desgarraba el cerebro de un jaguar.
Escribiré mis pensamientos con orden, por medio de un trazado sin confusión. Si son justos, el primero será consecuencia de los demás. Es el orden verdadero. Marca mi objeto por el desorden caligráfico. Haría demasiado deshonor a mi sujeto si no lo tratara con orden. Quiero mostrar que es capaz de ello.
No acepto el mal. El hombre es perfecto. El alma no perece. El progreso existe. El bien es irreductible. El anticristo, los ángeles acusadores, las penas eternas, las religiones, son el producto de la duda.
Dante, Milton, al describir hipotéticamente los páramos infernales, han probado que eran hienas de primera clase. La prueba es excelente. El resultado es malo. Sus obras no se venden.
El hombre es un roble. La naturaleza no los tiene más robustos. No es preciso que el universo se arme para defenderlo. Una gota de agua no basta para preservarlo. Incluso si el universo lo defendiera, no quedaría más deshonrado que si no lo preservara. El hombre sabe que su reino no tiene muerte, que el universo posee un comienzo. El universo no sabe nada: es todo lo más una caña pensante.
Me imagino a Elohim más frío que sentimental.
El amor de una mujer es incompatible con el amor de la humanidad. La imperfección debe ser rechazada. Nada es más imperfecto que el egoísmo de dos. Durante la vida, pululan las desconfianzas, las discriminaciones, las promesas escritas en polvo. No es ya el amante de Jimena, es el amante de Graciela. No es ya Petrarca, es Alfredo de Musset. Durante la muerte, dejan oír sus pesares un trozo de roca cerca del mar, un lago cualquiera, el bosque de Fontainebleau, la isla de Ischia, un gabinete de trabajo en compañía de un cuervo, una capilla ardiente con un crucifijo, un cementerio en donde surge el objeto amado bajo los rayos de luz de una luna que termina por molestar, unas estancias en donde un grupo de muchachas cuyo nombre no se conoce vienen una a una a dar la medida del autor.
En ninguno de los dos casos se encuentra la dignidad. El error es la leyenda dolorosa.
Los himnos de Elohim habitúan a la vanidad a no ocuparse de las cosas de la tierra. Tal es el escollo de los himnos. Deshabitúan a la humanidad a contar con el escritor. Lo abandona. Lo llama místico, águila, perjuro a su misión. No sóis la paloma buscada.
Un peón podría hacerse de un bagaje literario, diciendo lo contrario de lo que han dicho los poetas de este siglo. Reemplazaría sus afirmaciones por sus negaciones. Recíprocamente. Si es ridículo atacar a los primeros príncipes, mucho más ridículo es defenderlos de esos mismos ataques. Yo no los defenderé.
El sueño es una recompensa para unos y un suplicio para otros. Para todos es un sanción.
Si la moral de Cleopatra hubiera sido menos corta, la faz de la tierra habría cambiado. Su nariz no se habría hecho más larga.
Las acciones ocultas son las más estimables. Cuando veo tantas en la historia, me complace mucho. No han estado completamente ocultas. Han sido sabidas.
Lo poco que de ellas ha aparecido, aumenta el mérito. Lo más bello es que no se les haya podido ocultar.
El encanto de la muerte no existe más que para los valientes.
El hombre es tan grande, que su grandeza se revela en que no quiere reconocerse miserable. Un árbol no se reconoce grande. Se es grande cuando uno se reconoce grande. Se es grande cuando uno no se quiere reconocer miserable. Su grandeza refuta sus miserias. Grandeza de rey.
Cuando escribo mi pensamiento, no se me escapa. Esta acción hace que me acuerde de mi fuerza, de la que siempre me olvido. Me instruyo en proporción a mi pensamiento encadenado. Tiendo solamente a conocer la contradicción de mi espíritu con la nada.
El corazón de un hombre es un libro que he aprendido a estimar.
No imperfecto, ni caído, el hombre no es más que un gran misterio.
No permito a nadie, ni siquiera a Elohim, dudar de mi sinceridad.
Somos libres de hacer el bien.
El juicio es infalible.
No somos libres de hacer el mal.
El hombre es el vencedor de las quimeras, la novedad de mañana, la regularidad en que gime el caos, el sujeto de la conciliación. Juzga todas las cosas. No es imbécil. No es una lombriz. Es el depositario de la verdad, el acopio de certidumbres, la gloria, no el desecho del universo. Si se rebaja, yo le alabo. Si se alaba, yo le alabo todavía más. Lo concilio. Llega a comprender que es el hermano del ángel.
No hay incomprensible.
El pensamiento no es menos claro que el cristal. Una religión, cúyas mentiras se apoyan en él, puede trastornarlo unos minutos, por hablar de esos efectos que duran largo tiempo. Para hablar de esos efectos que duran poco tiempo, un asesinato de ocho personas a las puertas de una capital, lo trastornara -es cierto-hasta la destrucción del mal. El pensamiento no tarda en recobrar su limpidez.
La poesía debe tener como fin la verdad práctica. Anuncia las relaciones que existen entre los primeros principios y las verdades secundarias de la vida. Cada cosa permanece en su sitio. La misión de la poesía es difícil. No se mezcla con los acontecimientos de la política, a la manera de cómo se gobierna un pueblo, no hace alusión a los períodos históricos, a los golpes de Estado, a los regicidios, a las intrigas de las cortes. No habla de la lucha que el hombre entabla, por excepción, consigo mismo, con sus pasiones. Descubre las leyes que hacen vivir a la política teórica, a la paz universal, a las refutaciones de Maquiavelo, a los cucuruchos de papel que componen las obras de Proudhon, a la psicología de la humanidad. Un poeta debe ser más útil que ningún otro ciudadano de su tribu. Su obra es el código de los diplomáticos, de los legisladores, de los instructores, de la juventud. Estamos lejos de los Homero, de los Virgilio, de los Klopstock, de los Camoens, de las imaginaciones emancipadas, de los fabricantes de odas, de los mercaderes de epigramas contra la divinidad. ¡Volvamos a Confucio, a Buda, a Sócrates, a Jesucristo, moralistas que recorrían los pueblos sufriendo hambre! Hay que contar desde ahora en adelante con la razón, que sólo opera sobre las facultades que presiden la categoría de los fenómenos de la bondad pura.
Nada más natural que leer el Discurso del Método después de haber leído Berenice. Nada menos natural que leer el Tratado de la Inducción de Biéchy, el Problema del Mal de Naville, después de haber leído las Hojas de Otoño, las Contemplaciones. La transición se pierde. El espíritu se resiste a la chatarra, a la mitagogia. El corazón se aturde ante esas páginas que un fantoche emborrona. Esta violencia lo aclara. Cierra el libro. Vierte una lágrima en memoria de los autores salvajes. Los poetas contemporáneos han abusado de su inteligencia. Los filósofos no han abusado de la suya. El recuerdo de los primeros se apagará. Los últimos son clásicos.
Racine, Corneille, hubieran sido capaces de componer las obras de Descartes, de Malebranche, de Bacon. El alma de los primeros forma una unidad con la de los últimos. Lamartine, Hugo, no hubieran sido capaces de componer el Tratado de la Inteligencia. El alma de su autor no está adecuada a la de los primeros. La fatuidad les ha hecho perder las cualidades centrales. Lamartime. Hugo, aunque superiores a Taine, no poseen, como él -es penoso hacer esta confesión-, más que facultades secundarias.
Las tragedias excitan la piedad, el terror, por el deber. Es algo. Es malo. No es tan malo como el lirismo moderno. La Medea de Legouvé es preferible a la colección de obras de Byron, de Cependu, de Zaccone, de Félix, de Gagne, de Gaboriau, de Lecordaire, de Sardou, de Goethe, de Ravignan, de Charles Diguet. ¿Qué escritor de entre vosotros, os ruego, puede levantar -¿qué sucede? ¿Qué son esos gruñidos de resistencia?- el peso del Monólogo de Augusto? Los vodeviles bárbaros de Hugo no proclaman el deber. Los melodramas de Racine, de Corneille, las novelas de La Calprenede lo proclaman. Lamartime no es capaz de componer la Fedra de Pradon; Hugo, el Venceslas de Rotrou; Sainte-Bauve, las tragedias de Laharpe o de Marmontel. Musset es capaz de escribir proverbios. La tragedia es un error involuntario, admite la lucha, es el primer paso del bien, no aparecerá en esta obra. Conserva su prestigio. No ocurre lo mismo con el sofisma -fuera de tiempo el gongorismo metafísico de los auto-parodistas de mi época heroico-burlesca-.
El principio de los cultos es el orgullo. Es ridículo dirigir la palabra a Elohim, corno han hecho los Job, los Jeremías, los David, los Salomón, los Turquéty. La oración es un acto falso. La mejor manera de agradarle es indirecta, más conforme con nuestra fuerza. Consiste en hacer feliz a nuestra raza. No hay dos maneras de agradar a Elohim. La idea del bien es una. Permito que se me cite la maternidad como ejemplo de un bien que figura como menor siendo mayor. Para agradar a su madre, un hijo no le gritará que es prudente, radiante, que se comportará de manera que pueda merecer la mayor parte de sus elogios. Hace lo contrario. En lugar de decirlo él mismo, lo hace pensar con sus actos, se despoja de esa tristeza que hincha a los perros de Terranova. No hay que confundir la bondad de Elohim con la trivialidad. Cada uno es verosímil. La familiaridad engendra el desprecio; la veneración engendra lo contrario. El trabajo destruye el abuso de los sentimientos.
Ningún razonador cree contra su razón.
La fe es una virtud natural por la cual aceptamos las verdades que Elohim nos revela por la conciencia.
No conozco otra gracia que la de haber nacido. Un espíritu imparcial la encuentra completa.
El bien es la victoria sobre el mal, la negación del mal. Si se canta el bien, el mal es eliminado por ese acto adecuado. No canto lo que no hay que hacer. Canto lo que hay que hacer. El primero no contiene al segundo. El segundo contiene al primero.
La juventud escucha los consejos de la edad madura. Tiene una confianza ilimitada en sí misma.
No conozco obstáculo que supere las fuerzas del espíritu humano, salvo la verdad.
La máxima no tiene necesidad de ella para probarse. Un razonamiento exige otro razonamiento. La máxima es una ley que encierra un conjunto de razonamientos. Un razonamiento se completa a medida que se aproxima a la máxima. Convertido en máxima, su perfección rechaza las pruebas de la metamorfosis.
La duda es un homenaje rendido a la esperanza. No es un homenaje voluntario. La esperanza no consentiría en no ser más que un homenaje.
El mal se rebela contra el bien. No puede hacer menos.
Una prueba de amistad es no advertir el aumento de la amistad de nuestros amigos. El amor no es la felicidad.
Si no tuviéramos defectos, no encontraríamos tanto placer en corregimos, en alabar en los demás lo que a nosotros nos falta.
Los hombres que han tomado la resolución de detestar a sus semejantes ignorarán que es preciso comenzar por detestarse a sí mismos.
Los hombres que no se baten en duelo creen que los hombres que se baten en duelo a muerte son valientes.
¡ Cómo se agachan en los escaparates las ignominias de la novela! Por un hombre que se pierde, como otro por una moneda de cien céntimos, a veces parece que uno mataría a un libro.
Lamartine creyó que la caída de un ángel significaba la Elevación de un Hombre. Se equivocó al creerlo.
Para que el mal sirva a la causa del bien, diré que la intención del primero es mala.
Una verdad banal encierra más genio que las obras de Dickens, de Gustavo Aymard, de Victor Hugo, de Landelle. Con los últimos, un niño que sobreviviera al universo, no podría reconstruir el alma humana. Con las primeras podría. Supongo que no descubriría nunca la definición del sofisma.
Las palabras que expresan el mal están destinadas a tomar una significación de utilidad. Las ideas mejoran. El sentido de las palabras participa en ello.
El plagio es necesario. Lo implica el progreso. Sigue de cerca la frase de un autor, se sirve de sus expresiones, borra una idea falsa, la sustituye por una idea justa.
Una máxima, para estar bien hecha, no exige ser corregida. Exige ser desarrollada.
En cuanto nace la aurora, las muchachas van a recoger rosas. Una corriente de inocencia se disemina por los valles, las capitales, socorre a la inteligencia de los poetas mas entusiastas, deja caer protecciones para las cunas, coronas para la juventud, creencias en la inmortalidad para los ancianos.
He visto a los hombres dejar que los moralistas descubran su corazón, y hacer que recaiga sobre ellos la bendición de las alturas. Emitían meditaciones tan amplias como les era posible, alegraban al autor de nuestras felicidades. Respetaban la infancia, la vejez, lo que respira y lo que no respira, rendían homenaje a la mujer, consagraban al pudor las partes que el cuerpo se reserva nombrar. El firmamento, cuya belleza admito, la tierra, imagen de mi corazón, fueron invocados por mí, a fin de que me designaran un hombre que no se creyera bueno. El espectáculo de ese monstruo, si se hubiera realizado, no me habría hecho morir de asombro: se muere por más. Todo esto carece de comentarios.
La razón, el sentimiento se aconsejan, se suplen. Cualquiera que conozca solo a uno de los dos, renunciando al otro, se priva de la totalidad de ayuda que se nos ha concedido para que nos soportemos. Vauvenargues ha dicho «se priva de una parte de la ayuda».
Aunque su frase y la mía descansen sobre las personificaciones del alma en el sentimiento y la razón, la que yo escogiera al azar no seria mejor que la otra, si yo las hubiera escrito. Una no puede ser rechazada por mí. La otra ha podido ser aceptada por Vauvenargues.
Cuando un predecesor emplea para el bien una palabra que pertenece al mal, es peligroso que su frase subsista al lado de la otra. Es mejor dejar a la palabra la significación del mal. Para emplear para el bien una palabra que pertenece al mal es preciso tener derecho a ello. Aquél que emplea para el mal las palabras que pertenecen al bien, no lo tiene. No es creído. Nadie quisiera usar la corbata de Gérard de Nerval.
El alma, puesto que es una, puede introducir en el discurso la sensibilidad, la inteligencia, la voluntad, la razón, la imaginación, la memoria.
Había pasado mucho tiempo estudiando las ciencias abstractas. La poca gente con quien me comuniqué no me disgustaba. Cuando comencé el estudio del hombre, vi que esas ciencias le son propias, que yo salía menos de mi condición al penetrar en ellas, que los demás al ignorarlas. ¡ Les he perdonado que no se dedicaran a conocerlas! No creí encontrar muchos compañeros en el estudio del hombre. Es lo propio. Me he engañado. Hay muchos más que estudian al hombre que a la geometría.
Perdemos la vida con alegría, con tal de que no se hable de ello.
Las pasiones disminuyen con la edad. El amor, al que no hay que clasificar entre las pasiones, disminuye también. Lo que pierde por un lado lo gana por el otro. No es ya severo con el objeto de sus deseos, haciéndose justicia a si mismo: acepta la expansión. Los sentidos no tienen ya su aguijón para excitar a la sexualidad carnal. El amor por la humanidad da comienzo. En esos días en que el hombre siente que se convierte en un altar adornado por sus virtudes, hace la cuenta de cada dolor que se produjo, con el alma en un repliegue del corazón en el que todo parece tener nacimiento, siente algo que no palpita ya. He nombrado al recuerdo.
El escritor, sin separar una de otra, puede indicar la ley que rige cada una de sus poesías.
Algunos filósofos son más inteligentes que algunos poetas. Spinoza, Malebranche, Aristóteles, Platón, no son Hégésippe Moreau, Malfilatre, Gilbert, André Chénier.
Fausto, Manfred, Konrad, son tipos. No son aún tipos razonadores. Son ya tipos agitadores.
Las descripciones son una pradera, tres rinocerontes, la mitad de una catafalco. Pueden ser el recuerdo, la profecía. No son el párrafo que estoy a punto de terminar.
El regulador del alma no es el regulador de una alma. El regulador de una alma es el regulador del alma, cuando estas dos especies están lo bastante confundidas como para poder afirmar que un regulador no es una reguladora más que en la imaginación de un loco que gasta bromas.
El fenómeno pasa. Yo busco las leyes.
Hay hombres que no son tipos. Los tipos no son hombres. No hay que dejarse dominar por lo accidental.
Los juicios sobre la poesía tienen más valor que la poesía. Son la filosofla de la poesía. La filosofía, comprendida así, engloba a la poesía. La poesía no podrá prescindir de la filosofía. La filosofía podrá prescindir de la poesía.
Racine no es capaz de condensar sus tragedias en preceptos. Una tragedia no es un precepto. Para un mismo espíritu, un precepto es una acción más inteligente que una tragedia.
Poned una pluma de ganso en la mano de un moralista que sea escritor de primer orden. Será superior a los poetas.
El amor a la justicia no es, en la mayor parte dé los hombres, más que el valor para sufrir la injusticia.
Escóndete, .guerra.
Los sentimientos expresan la felicidad, hacen sonreír. El análisis de los sentimientos expresa la felicidad, excluida toda personalidad; hace sonreír. Los primeros elevan el alma, con dependencia del espacio, de la duración, hasta la concepción de la humanidad, considerada en sí misma, en sus miembros ilustres. El último eleva el alma, independientemente de la duración, del espacio, hasta la concepción de la humanidad, considerada en su expresión más alta, ¡la voluntad! Los primeros se ocupan de los vicios, de las virtudes; la última no se ocupa más que de las virtudes. Los sentimientos no conocen orden de su marcha. El análisis de los sentimientos enseña a hacerlos conocer, aumenta el vigor de los sentimientos. Con los primeros, todo es incertidumbre. Son la expresión de la felicidad, del dolor, dos extremos. Con el último, todo es certidumbre. Es la expresión de esa felicidad que resulta, en un momento dado, de saber contenerse, en medio de las pasiones buenas o malas. Emplea su serenidad para fundir la descripción de esas pasiones en un principio que circula a través de las páginas: la no existencia del mal. Los sentimientos lloran cuando es preciso y cuando no lo es. El análisis de los sentimientos no llora. Posee una sensibilidad latente, que coge de sorpresa, vuela por encima de las miserias, enseña a prescindir de guía, suministra un arma de combate. Los sentimientos, prueba de debilidad, ¡no son el sentimiento! El análisis del sentimiento, prueba de fuerza, engendra los sentimientos más extraordinarios que conozco. El escritor que se deja engañar por lo sentimientos no debe ser colocado en la misma línea que el escritor que no se deja engañar ni por los sentimientos ni por sí mismo. La juventud se propone lucubraciones sentimentales. La edad madura comienza a razonar sin turbarse. Sólo sentía, piensa. Dejaba vagar sus sensaciones: ahora le concede un piloto. Si considero a la humanidad como a una mujer, no revelaré que su juventud está en declive, que su edad madura se aproxima. Su espíritu cambia hacia mejor sentido. El ideal de su poesía cambiará también. Las tragedias, los poemas, las elegías, no dominarán. ¡ Dominará la frialdad de la máxima! En tiempos de Quinault hubieran sido capaces de comprender lo que acabo de decir. Gracias a algunos destellos dispersos, desde hace algunos años, en las revistas, en los libros, he sido capaz de comprenderlo. El género que emprendo es tan diferente del género de los moralistas, que sólo comprueban el mal, sin indicar el remedio, como el de éstos es de los melodramas, de las oraciones, de la oda, de la estancia religiosa. No existe el sentimiento de las luchas.
Elohim está hecho a imagen del hombre.
Muchas cosas ciertas son contradichas. Muchas cosas falsas no son contradichas. La contradicción es la marca de la falsedad. La no contradicción es la señal de la certidumbre.
Existe una filosofía para la ciencia. No existe para la poesía. No conozco a ningún moralista que sea poeta de primer orden. Es extraño, dirá alguien.
Es algo horrible sentir cómo se escurre lo que se posee. Uno se aferra a ello sólo con la idea de ver si hay algo permanente.
El hombre es un sujeto vacío de errores. Todo le muestra la verdad. Nada le engaña. Los dos principios de la verdad, razón, sentidos, aparte de que no carecen de sinceridad, se clarifican uno a otro. Los sentidos clarifican a la razón por medio de verdaderas apariencias. El mismo servicio que le prestan, lo reciben de ella. Cada uno se toma la revancha. Los fenómenos del alma apaciguan los sentidos, les producen impresiones que no garantizo no sean enojosas. No mienten. No engañan a porfía.
La poesía debe ser hecha por todos. No por uno. ¡Pobre Hugo! ¡Pobre Racine! ¡Pobre Coppée! ¡Pobre Corneille! ¡Pobre Boileau! ¡Pobre Scarron! Tics; tics, y tics.
Las ciencias tienen dos extremidades que se tocan. La primera es la ignorancia en que se encuentran los hombres al nacer. La segunda es la que alcanzan las grandes almas. Han recorrido lo que los hombres pueden saber, comprueban que lo saben todo y vuelven a encontrarse en la misma ignorancia de la que habían partido. Es una ignorancia prudente, que se conoce. Aquellos que, habiendo salido de la primera ignorancia, no han podido llegar a la otra, tienen cierto tinte de esa ciencia suficiente, se hacen los entendidos. No perturban al mundo, no juzgan todo mal como los otros. El pueblo, los hábiles, componen la marcha de una nación. Los otros, que la respetan, no son menos respetados.
Para conocer las cosas, no es necesario conocer el detalle. Como es limitado, nuestros conocimientos son sólidos.
El amor no se confunde con la poesía.
¡ La mujer está a mis pies!
Para describir el cielo, no es necesario transportar hasta él los materiales de la tierra. Es necesario dejar la tierra, sus materiales, allí donde están, a fin de embellecer la vida con su ideal. Tutear a Elohim, dirigirle la palabra, es una bufonada que no es conveniente. El mejor medio de demostrarle reconocimiento, no es gritarle al oído con un corno que es poderoso, que ha creado el mundo, que somos unos gusanos en comparación con su grandeza. El lo sabe mejor que nosotros. Los hombres pueden dispensarse de hacérselo saber. El mejor medio de demostrarle reconocimiento es consolar a la humanidad, entregarle todo a ella, llevarla de la mano, tratarla fraternalmente. Es más verdadero.
Para estudiar el orden, no es necesario estudiar el desorden. Las experiencias científicas, como las tragedias, las estancias a mi hermana, el galimatías de los infortunios, no tiene nada que hacer aquí abajo.
Todas las leyes no son buenas de revelar.
Estudiar el mal, para hacer salir el bien, no es estudiar al bien en si mismo. Dado por bueno un fenómeno, investigaré su causa.
Hasta el presente, se ha descrito la desgracia para inspirar el terror, la piedad. Yo describiré la felicidad para inspirar los contrarios.
Existe una lógica para la poesía. No es la misma que para la filosofía. Los filósofos no son lo mismo que los poetas. Los poetas tienen derecho a considerarse por encima de los filósofos.
No tengo necesidad de ocuparme de que haré más tarde. Debía hacer lo que hago. No tengo necesidad de descubrir las cosas que descubriré más tarde. En la nueva ciencia cada cosa llega a su tiempo, tal es su excelencia.
Hay materiales del poeta en los moralistas, en los filósofos. Los poetas contienen al pensador. Cada casta sospecha de la otra, desarrolla sus cualidades en detrimento de las que se acercan a la otra casta. Los celos de los primeros no quieren confesar que los poetas son más fuertes que ellos. El orgullo de los últimos se declara incompetente para hacer justicia a los cerebros más débiles. Cualquiera que sea la inteligencia del hombre, es preciso que el procedimiento de pesar sea el mismo para todos.
La existencia de los tics, una vez comprobada, no tiene por qué extrañarse al ver las mismas palabras que vuelven con más frecuencia de lo habitual: en Lamartine, las lágrimas que caen de los ollares de su caballo, el color de los cabellos de su madre; en Hugo, la sombra y el trastornado forman parte de la encuadernación.
La ciencia que emprendo es una ciencia distinta de la poesía. No canto a ésta última. Me esfuerzo por descubrir su fuente. A través del timón que dirige todo pensamiento poético, los profesores de billar distinguirán el desarrollo de las tesis sentimentales.
El teorema es burlón por naturaleza. No es indecente. El teorema no intenta servir de aplicación. La aplicación que de él se hace rebaja al teorema, lo vuelve indecente. Llamad a la lucha contra la materia, contra la devastación de espíritu, aplicación.
Luchar contra el mal es hacerle demasiado honor. Si permito a los hombres que lo desprecien, que no dejen de decir que eso es todo lo que se puede hacer por ellos.
El hombre está seguro de no equivocarse. No estamos contentos con la vida que tenemos. Queremos vivir, en idea de los demás, una vida imaginaria. Nos esforzamos por parecer lo que somos. Trabajamos por conservar ese ser imaginario, que no es más que el ser verdadero. Si tenemos la generosidad, la fidelidad, nos preocupamos para que no se sepa, a fin de reunir esas virtudes en ese ser. No las separamos de nosotros para unírselas a él. Somos valientes para adquirir la reputación de no ser cobardes. Señal de la capacidad de nuestro ser de no estar satísfecho de lo uno sin lo otro, de no renunciar ni a lo uno ni a lo otro. El hombre que no viviera para conservar su virtud sería infame.
¡A pesar de la vista de nuestra grandeza, que nos sujeta por la garganta, tenemos un instituto que nos corrige, que no podemos reprimir, que nos eleva!
La naturaleza tiene perfecciones para demostrar que es la imagen de Elohim, defectos para demostrar que no es más que su imagen.
Es bueno que se obedezcan las leyes. El pueblo comprende lo que las hace justas. No las abandona. Cuando se hace depender su justicia de otra cosa, es fácil que se vuelva dudosa. Los pueblos no están sujetos a rebelarse.
Los que viven en desorden dicen a los que viven en orden que son ellos quienes se alejan de la naturaleza. Creen seguirla. Es preciso tener un punto fijo para juzgar. ¿Dónde encontraremos ese punto en la moral?
Nada es menos extraño que las contrariedades que se descubren en el hombre. Está hecho para conocer la verdad. La busca. Cuando trata de cogerla, se turba, se confunde de tal manera que no da pie a que se le dispute la posesión. Unos quieren arrebatar al hombre el conocimiento de la verdad, otros quieren asegurársela. Cada uno emplea motivos tan diferentes que destruyen la perplejidad del hombre. No posee más luz que la que se encuentra en su naturaleza.
Nacemos justos. Cada uno tiende hacia sí. Acepta el orden. Es preciso tender a lo general. La pendiente hacia sí es el fin de todo desorden, en guerra, en economía.

Aunque la naturaleza nos hága felices en todo estado, nuestros deseos nos muestran un estado desgraciado. Unen al estado en que nos hallamos las penas del estado en que no nos hallamos. Cuando alcanzamos esas penas, ya no seríamos desgraciados por ellas, tendríamos otros deseos, de conformidad con el nuevo estado.
La fuerza de la razón se manifiesta mejor en aquellos que la conocen que en aquellos que no la conocen.
Somos tan poco presuntuosos que quisiéramos ser conocidos por todo el mundo, incluso por los que llegarán cuando nosotros ya no existamos. Somos tan poco vanos, que la estimación de cuatro personas, pongamos seis, nos divierte, nos honra.
Pocas cosas nos consuelan. Muchas cosas nos afligen.
La modestia es tan natural en el corazón del hombre, que un obrero tiene cuidado de no vanagloriarse, quiere tener sus admiradores. Los filósofos también lo quieren. ¡Y sobre todos los poetas! Aquellos que escriben en favor de la gloria quieren tener la gloria antes de haber escrito bien. Aquellos que lo leen quieren tener la gloria de haberle leído. Yo, que escribo esto, me vanaglorio de tener ese deseo. Aquellos que me lean se vanagloriarán también.
Las invenciones de los hombres van en aumento. La bondad, la malicia del mundo en general no sigue siendo la misma.
El espíritu del hombre más grande no es tan dependiente que se halle expuesto a ser perturbado por el más pequeño ruido del Bullicio que se forma a su alrededor. Nó es necesario el silencio de un cañón para evitar sus pensamientos. No es necesario el ruido de una veleta, de una polea. La mosca no razona bien, hasta el presente. Un hombre zumba en sus oídos. Eso no basta para hacerla incapaz de buen consejo. Si quiero que pueda encontrar la verdad, alejaré a ese animal que tiene su razón en jaque y perturba a esa inteligencia que gobierna los reinos El objeto de esas gentes que juegan al frontón con tanta aplicación de espíritu y agitación de cuerpo, es vanagloriarse con sus amigos de que han jugado mejor que otro. Es la fuente de su dedicación. Unos sudan en sus gabinetes para mostrar a los sabios que han resuelto un problema de álgebra que no se habla podido resolver hasta entonces. Otros se exponen a los peligros para vanagloriarse de una plaza que no habrían conseguido menos espiritualmente, según mi parecer. Los últimos se matan por hacer que se noten esas cosas. No es para convertirse en menos sabios. Es sobre todo para mostrar que conocen la solidez. Son lo menos tontos de la banda. Lo son con conocimiento. Se puede pensar de los otros que no lo serían, si no tuvieran ese conocimiento.
El ejemplo de la castidad de Alejandro no ha hecho más castos que el ejemplo de su embriaguez ha hecho sobrios. Uno no se avergúenza de no ser tan virtuoso como él. Uno cree no estar del todo en las virtudes del común de los hombres, cuando se contempla en las virtudes de esos grandes hombres. Uno se relaciona con ellos por el extremo en que contactan con el pueblo. Por muy altos que se hallen, están unidos al resto de los hombres por algún sitio. No están suspendidos en el aire, separados de nuestra sociedad. Si son más grandes que nosotros es porque tienen los pies a la misma altura que los nuestros. Todos están al mismo nivel, se apoyan en la misma tierra. Por esa extremidad, están tan elevados como nosotros, como los niños, un poco más que los animales.
La mejor manera de persuadir consiste en no persuadir.
La desesperación es el más pequeño de nuestros errores.
Cuando se nos ofrece un pensamiento como una verdad que corre entre la gente, y nos tomamos el trabajo de desarrollarlo, nos encontramos que es un descubrimiento.
Se puede ser justo, si no se es humano.
Las tormentas de la juventud preceden a los días brillantes.
La inconsciencia, el deshonor, la lubricidad, el odio, el desprecio de los hombres tienen un precio en dinero. La liberalidad multiplica las ventajas de la riqueza.
Los que demuestran probidad en sus placeres, tienen sincera probidad en sus asuntos. Es el signo de una naturaleza poco feroz, cuando el placer se vuelve humano.
La moderación de los grandes hombres sólo limita sus virtudes.
Es ofender a los humanos dedicarles alabanzas que ensanchan los límites de su mérito. Muchas gentes son lo bastante modestas como para sufrir sin pena que se les aprecie.
Es necesario esperar todo, no temer nada, del tiempo, de los hombres.
Si el mérito, la gloria no hacen desgraciados a los hombres, lo que se llama desgracia no merece sus lamentos. Un alma se digna aceptar la fortuna, el descanso, si es preciso añadirle el vigor de sus sentimientos, el vuelo de su genio.
Se estiman los grandes designios cuando uno se siente capaz de grandes éxitos.
La cautela es el aprendizaje de los espíritus.
Se dicen cosas sólidas cuando no se pretende decir cosas extraordinarias.
No hay nada falso que sea verdadero; no hay nada verdadero que sea falso. Todo es lo contrario del sueño, de la mentira.
No hay que creer en que lo que la naturaleza ha hecho amable sea vicioso. No hay siglo ni pueblo que haya establecido virtudes, vicios imaginarios.
No se puede juzgar la belleza de la vida sino por la belleza de la muerte.
Un dramaturgo puede conceder a la palabra pasión una significación de utilidad. Ya no es dramaturgo. Un moralista concede a no importa qué palabra una significación de utilidad. ¡Continúa siendo moralista!
Quien considere la vida de un hombre encuentra en ella la historia del género humano. Nada ha podido volverlo malo.
¿Es preciso que escriba en verso para diferenciarme de los demás hombres? ¡Que la caridad se pronuncie!
El pretexto de los que hacen la felicidad de los demás es que desean su bien.
La generosidad goza con la felicidad de otros, como si ella fuera responsable.
El orden domina en el género humano. La razón, la virtud, no son en él lo más fuerte.
Los príncipes hacen pocos ingratos. Dan todo lo que pueden.
Se puede amar de todo corazón a aquellos en los que se reconoce grandes defectos. Sería impertinente creer que la imperfección es la única que tiene derecho a complacemos. Nuestras debilidades nos unen tanto uno a otros como podría hacerlo lo que no es la virtud.
Si nuestros amigos nos hacen servicios, pensamos que por ser amigos nos los deben. No pensamos en modo alguno que nos deben su enemistad.
Aquél que naciera para mandar, mandaría hasta en el trono.
Cuando los deberes nos han agotado, creemos haber agotado los deberes. Decimos que todo puede colmar el corazón del hombre.
Todo vive por la acción. De ahí, la comunicación de los seres, la armonía del universo. Esta ley tan fecunda de la naturaleza, nos parece un vicio en el hombre. Está obligado a obedecerla. Al no poder subsistir en el reposo, deducimos que está en su lugar.
Se sabe lo que son el sol, los cielos. Poseemos el secreto de sus movimientos. En la mano de Elohim, instrumento ciego, resorte insensible, el mundo atrae nuestros homenajes. Las revoluciones de los imperios, las farsas de los tiempos, las naciones, los conquistadores de la ciencia, todo proviene de un átomo que trepa, no dura más de un día, destruye el espectáculo del universo en todas las edades.
Hay más verdades que errores, más buenas cualidades que malas, más placeres que penas. Nos gusta controlar el carácter. Nos elevamos por encima de nuestra especie. Nos enriquecemos con la consideración de la que nos colmamos. Creemos no poder separar nuestro interés del de la humanidad, no hablar mal del género humano sin comprometernos nosotros mismos. Esta ridícula vanidad ha llenado los libros de himnos en favor de la naturaleza. El hombre se halla en desgracia entre los que piensan. Es a quien se cargará de menos vicios. ¿Cuándo no estuvo a punto levantarse, de hacerse restituir sus virtudes?
Nada está dicho. Hemos venido demasiado pronto, después de más de siete mil años de existencia del hombre. En lo que concierne a las costumbres, como en el resto, se ha perdido lo menos bello. Tenemos la ventaja de trabajar después de los antiguos, de los hábiles entre los modernos.

Hasta que mis amigos no mueran, no hablaré de la muerte.
Estamos consternados por nuestras caídas, por ver que nuestras desdichas han podido corregimos de nuestros defectos.
No se puede juzgar la belleza de la muerte por la belleza de la vida.
Los tres puntos terminales hacen que me encoja de hombros por piedad. ¿Es preciso esto para probar que se es un hombre espiritual, es decir, un imbécil? ¡Como si la claridad no valiese igual que la vaguedad, a propósito de puntos!
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